Una semana más, otro periodista asesinado. Ahora fue Miroslava Breach, corresponsal de La Jornada en Chihuahua. Tres días antes, cayó abatido Ricardo Monlui Cabrera, un columnista de varios medios veracruzanos, en Yanga, Veracruz. Y a principios de mes, en Pungarabato, Guerrero, murió a balazos Cecilio Pineda, un periodista de la fuente policial.

Estos no son casos aislados. De 2000 a la fecha, 103 comunicadores han sido asesinados, de acuerdo con el acucioso recuento de la organización Artículo 19. Dado el número de personas que trabajan en medios de comunicación (no más de algunas decenas de miles, cuando mucho), la  tasa de homicidio  en ese sector es varias veces superior al de la población general.

Y sí, es cierto que también están bajo amenaza los taxistas y los taqueros y los contadores y las abogadas. No hay profesión ni gremio que se salve por entero de la oleada de violencia. Pero hay algo particular en el caso de los periodistas: son asesinados por ser periodistas, por realizar su trabajo, por decir cosas que los criminales no quieren que se sepan.

Junto al cadáver de Miroslava Breach, se encontró una cartulina con un mensaje: “Por lenguona”. Por lenguona la mataron, por lenguona debimos de haberla protegido. Si no, acaba surgiendo, como en Tamaulipas o Veracruz, un halo de silencio y autocensura. Y el silencio engendra impunidad, no sólo para los delincuentes sino también para las autoridades. Sin presión continua a nivel local, no hay forma de lograr que los gobiernos estatales y municipales se hagan cargo de su responsabilidad.

Desde hace varios años, el gobierno federal ha reconocido en público el carácter tóxico de la violencia contra los periodistas. Por eso existe una ley especial en la materia. Por eso existe un Mecanismo de Protección de Personas Defensoras de Derechos Humanos y Periodistas.

Pero, a la luz de los hechos recientes, esos esfuerzos han resultado notoriamente insuficientes. Ni protegen ni disuaden ni castigan. Es igual de fácil y barato matar un policía hoy que hace cinco años.

¿Qué hacer entonces? No estoy seguro. Hace cinco años, escribí un artículo sobre el tema y creo que algunas de las sugerencias aún son válidas. Aquí van:

1. Elaborar un mapa de riesgos: no todos los periodistas están igualmente amenazados. No corre mismo peligro un reportero de espectáculos en Mérida que uno que cubre la fuente policiaca en Nuevo Laredo o Culiacán. Si se identifica dónde están los medios y periodistas más vulnerables, se podrían tomar medidas proactivas.

2. Desplegar  medidas de prevención situacional:  todos los periodistas seleccionados en el proceso anterior recibirían protección federal permanente (guardaespaldas, vehículos blindados, etc.). De ser necesario, se facilitaría el traslado de sus familias a localidades seguras.

3. Contrarrestar el silencio: ante un homicidio de un periodista o un atentado contra un medio, los medios nacionales, tanto impresos como electrónicos, podrían diseminar de manera prominente y reiterada las notas sobre delincuencia organizada (o corrupción policial, etc.) que el periodista asesinado o el medio agredido hubieran publicado en el mes previo. Si el periodista hubiese dejado alguna investigación inconclusa, un pool de reporteros de diversos medios nacionales, bajo  protección federal, se encargaría de culminarla.

¿Funcionarían estas medidas? No estoy seguro. Pero si no se puede eso, hay que intentar algo distinto. Sin demora. Si no, los funerales de periodistas asesinados van a continuar con una regularidad deprimente.

alejandrohope@outlook.com

@ahope71

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