El pasado domingo 18 de septiembre, en medio de la indiferencia generalizada, se llevaron a cabo las elecciones legislativas en la Federación Rusa, mismas que dieron una mayoría constitucional al partido oficialista Rusia Unida. Además, en el Parlamento estarán presentes los partidos de oposición leal al régimen de Vladimir Putin, el Partido Comunista, el Partido Liberal Democrático (de carácter nacionalista) y la Rusia Justa (un partido de izquierda moderada). Las cifras oficiales le atribuyen a Rusia Unida el 54% de los votos, mientras que su contrincante más próximo, el Partido Comunista, logró el 13.5%.

Estos resultados reflejan dos fenómenos: el primero, el fraude y la manipulación electoral que siempre están presentes en la vida política de Rusia. El segundo, la indiferencia social que es de carácter cíclico, aunque la apatía se manifiesta en periodos mucho más prolongados que el activismo de la sociedad civil.

En el caso de Rusia, las elecciones vacías de un contenido democrático ya no sorprenden a nadie. Cuando Vladimir Putin llegó al poder por primera vez ganando las elecciones presidenciales en el año 2000, algunos analistas consideraban que era un cambio positivo para Rusia -sumergida en crisis económica y corrupción directamente relacionada con la familia de Boris Yeltsin- y para el mundo que necesitaba una Rusia estable y confiada en su protagonismo euroasiático. 16 años después nadie tiene ya las ilusiones, y muchos volteamos con angustia hacia el Estado ruso, que ha reconstruido su poderío reforzando el autoritarismo de su política interna y el expansionismo imperial en su política exterior.

Durante los primeros 12 años, el autoritarismo de Putin se disfrazaba en paternalismo no democrático, pero aparentemente benévolo para la mayoría de los rusos, que no para sus enemigos políticos, como lo demostró el caso de Yukos y su dueño Mijaíl Jodorkovski, encarcelado por delitos de evasión fiscal precisamente cuando declaró aspiraciones políticas con vistas a las elecciones presidenciales de 2004. Gran parte de la popularidad de Putin fue genuina: la reconstrucción del prestigio internacional de Rusia y la mejora de la situación económica de las familias rusas explican la alta popularidad de Putin, tanto como Presidente, como cuando ocupó el cargo del Primer Ministro. Fueron tiempos que permitieron a Putin afianzar un sistema político de autoritarismo electoral, capaz de perpetuarlo en el poder.

Las últimas elecciones parlamentarias son una buena ilustración de sus logros: la fecha fue adelantada tres meses sin una razón más allá de que coincidiera con las vacaciones, aumentando así el abstencionismo (la participación fue de 30% del electorado); se alentó la participación de grupos y candidatos desconocidos, pero suficientes para dispersar el voto de los descontentos con el régimen actual; el acarreo, la falsificación de listas y de resultados, compra de votos, el embarazo de urnas, el carrusel, fueron estrategias orientadas no sólo a ganar las elecciones, sino a lograr una mayoría constitucional, y afianzar así la imagen del régimen que se está tambaleando en su popularidad, no por ser autoritario, sino por los recortes sociales y la devaluación galopante. No olvidemos que en 2018 Vladimir Putin enfrentará las elecciones presidenciales, que todavía hace poco, consideraba ganadas.

¿Qué podemos esperar de aquí a 2018? La situación económica de Rusia no va a mejorar. Hay problemas coyunturales que afectan a este país, como el bajo precio de petróleo (prácticamente 50% de los ingresos de Rusia dependen de los energéticos). Las sanciones impuestas por las principales economía del mundo por la anexión de Crimea y el papel desestabilizador que juega Rusia en el conflicto de Ucrania, así como las contra-sanciones anunciadas por Rusia, no se modificarán, porque la política exterior agresiva es una estrategia que fortalece la imagen de Putin y le acarrea popularidad en medio de la crisis. Además, mientras las causas reales y profundas de la crisis yacen en la falta de reformas estructurales, las sanciones permiten atribuir la culpa por el deterioro de la calidad de vida al enemigo externo, al Occidente.

En este contexto, también se puede esperar la pasividad de la sociedad civil, fomentada tanto por la tradicional cultura de presidencialismo fuerte, como por las estrategias de represión hacia la sociedad civil organizada. Hemos señalado que el comportamiento de la sociedad civil en Rusia es cíclico: pasa de periodos cortos de protesta a periodos largos de marasmo. El fraude en las elecciones legislativas pasadas (diciembre 2012) provocó protestas multitudinarias, como el Sábado en la Plaza de la Revolución. Las protestas renacieron en marzo de 2012, después de las elecciones presidenciales ganadas por Vladimir Putin con casi 64% de los votos. La reacción del gobierno no se hizo esperar: un Parlamento totalmente leal al gobierno aprobó la ley sobre agentes extranjeros, organizaciones no gubernamentales que reciben el financiamiento del extranjero, y por ende son sospechosas de representar intereses hostiles a Rusia, que promueven y orquestan -según el gobierno ruso- las protestas sociales. La víctima más reciente de esta ley es Centro Levada, el centro de investigación sobre la opinión pública más prestigiado de Rusia y reconocido por su independencia frente al gobierno, quien fue incluido en la lista en la víspera de las elecciones, el pasado 5 de septiembre. En mayo del año pasado, el Parlamento aprobó otra ley similar, esta vez sobre organizaciones indeseables, que suponen una amenaza para la capacidad de defensa, de seguridad del Estado, al orden público o a la salud pública. Sobra decir que los listados están conformados por las dependencias del gobierno, sin la intervención de los jueces.

El deterioro de la situación económica podría ser un factor que promueva las protestas sociales. Históricamente la baja del poder adquisitivo, el desempleo alto o la devaluación, han fomentado las protestas, que incluso marcaron el fin de la época de Boris Yeltsin. Sin embargo, aquí también Putin se ha adelantado a su reelección y promovió cambios en la ley presupuestal que transfieren gastos asumidos antes por el presupuesto federal a las regiones. De esta forma, el cumplimiento de sus promesas electorales relacionadas con pensiones y sueldos -siempre parte importante de la campaña para la reelección- depende ahora de recursos públicos aparentemente ajenos al poder central. Además de las sanciones, ya está listo otro chivo expiatorio del incumplimiento de las promesas.

De ahí que no se puede esperar un despertar democrático en Rusia; de hecho, ya ni siquiera es un caso aislado: el autoritarismo electoral y el populismo están ganado terreno a la democracia. Por algo Vladimir Putin es uno de los políticos que Donald Trump más admira.

Profesora de la Escuela de Gobierno y Transformación Pública del Tecnológico de Monterrey

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