La ‘entrevista’ del actor Sean Penn con el posiblemente mayor narco de la historia, el mexicano Joaquín Guzmán, El Chapo, ha suscitado una gran polémica que afecta a la profesión periodística desde todas las perspectivas.

La primera cuestión era si aquello era o no una entrevista. Y la respuesta es ‘no’. Es un texto que relata la conversación que el mexicano y el norteamericano sostuvieron en la clandestinidad en octubre pasado. Pero es irrelevante el intento de clasificación por género; era un texto multiuso y basta. A continuación, se discutía si poseía valor periodístico, y mi respuesta, en cambio, es que alguno tenía. Había personaje y las respuestas del ‘capo’ ayudaban a entender cómo funciona la red de alimentación de la drogadicción en el mundo. Pero ¿basta con ello? No. El material estaba organizado —o ‘desorganizado’— sin orden ni concierto. Y, muy especialmente, había una omisión clamorosa: nada se sabía de la actividad criminal del Chapo, hasta el punto de que si el narco supiera escribir es de suponer que no habría publicado nada demasiado diferente. Y eso nos lleva a la cuestión central: ¿es lícito entrevistar a un delincuente, sin avisar a la policía?

El gran arúspice de la ética periodística, el colombiano Javier Darío Restrepo, de la FNPI de Gabo, ha establecido, bien que sin referirse específicamente a este caso, que el periodista no es un agente de la autoridad y puede, legítimamente, buscar las entrevistas allí donde se encuentren, y si informa a posteriori a la policía es asunto suyo, lo que tendrá que ver con lo que tipifique como delito el ordenamiento jurídico de cada país. Yo mismo entrevisté a Carlos Castaño, a fin de los 90, cuando era jefe de los paramilitares de Colombia, quien, en teoría, era un delincuente reconocido, pero que cooperaba con el Ejército contra la guerrilla, razón por la cual no le perseguía nadie. El encuentro tuvo lugar en la clandestinidad de algún lugar de Sierra Nevada, y ninguna voz, pública ni privada, objetó a que se publicara la entrevista, en la que Castaño respondía que se veía obligado a narco-traficar porque de algo había que vivir. Todo sea por Colombia.

En el magma que rodeaba a la cita Chapo-Penn había también elementos que si no negaban algún valor al texto, sí violaban las más elementales exigencias de la profesionalidad: el actor, aparentemente ávido de eco mediático y, por añadidura, progresista, se había fotografiado estrechando la mano del maleante, le había mandado un cuestionario y, en especial, le había enviado el texto se dice que para que El Chapo le diera el visto bueno. No en vano el viernes se supo que Sean Penn pedía casi perdón por lo publicado y decía —como tantos— que no se le había comprendido bien. Sea como fuere, la ira del periodismo mexicano tenía que estallar.

Cada año mueren periodistas en México asesinados por el narcotráfico y sus cómplices; numerosos profesionales habrían querido entrevistar al criminal, pero no en los términos citados; lo habrían hecho sin cortapisas, ‘besalamanos’ ni otras pretensiones de quien soñaba con que se hiciera una película reivindicativa de su vida, y el resultado habría funcionado en modo inquisitivo, poniendo al malhechor frente a sus responsabilidades. Por eso es por lo que nuestros colegas mexicanos han considerado una afrenta la aventura autoglorificadora del, por otra parte, gran actor norteamericano.

Ex subdirector del diario español El País y autor de “El blanco móvil: curso de periodismo”

Ex subdirector del diario español El País y autor de “El blanco móvil: curso de periodismo”

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