Mauricio y yo callábamos en el interior del jeep, y con nosotros el resto. El gringo dormitaba, mientras que el venezolano de nombre Ulises quizás enmudecía, como nosotros, ante el paisaje antiguo de la Bolivia rural.
En determinado punto el camino se puso arisco. El bamboleo despertó al gringo, quien desentumeció su cuello y al mirar de frente notó lo que nadie: una casucha, apenas una elevación de tierra sobre la tierra, nos esperaba sobre la loma en la que desembocaba nuestro camino. Miren, señaló.

Durante las doce horas precedentes no habíamos visto signo alguno de presencia humana, ni presente ni pasada. Nunca nos topamos con algún animal que sugiriera a su pastor, ni siquiera con bardas derruidas que dieran testimonio de alguna realidad extinta décadas atrás. Por eso, las palabras que Ulises dijo cuando ya estábamos a un puñado de metros de la casa nos cimbraron los huesos: El fin del mundo, murmuró, y tan bajo que debía ser sólo para sí.

El chofer estacionó el auto al pie de la casa y lo apagó. Luego esperamos quietos a que el polvo que nos perseguía desde hacía horas se apaciguara. Cuando por fin abrimos las puertas y bajamos, nos esperaba, empolvada y a pocos pasos, una vieja. Mauricio y yo la saludamos en español. Ella se descubrió cómplice de la misma lengua y nos preguntó de dónde éramos. De México, dijo Mauricio en tanto tomaba su mochila. Y la vieja agregó, con la calma del que lo ha visto todo: Uy, del fin del mundo.


Jorge Degetau
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