Durante largos años, los grupos de apoyo y las organizaciones de migrantes en EU han discutido sus estrategias. Algunos, los grupos con mayores recursos, concentraron sus esfuerzos en el impulso a una reforma migratoria nacional, al amparo de la promesa de Barack Obama, quien en campaña prometió un cambio de fondo que nunca consiguió.

Mientras las organizaciones pro migrantes cabildeaban en Washington, las fuerzas conservadoras y antiinmigrantes avanzaban en el terreno local, con la aprobación de leyes y regulaciones que daban manga ancha a los cuerpos de seguridad para actuar en contra de toda persona por el sólo hecho de “parecer” migrante.

Uno de los antecedentes más funestos es la llamada Ley del Odio, como se ha conocido a la aprobada en 2010 en el estado de Arizona, que sirvió de paraguas a los abusos del jefe de la policía de Maricopa, el tristemente célebre Joe Arpaio, quien humillaba a los migrantes detenidos vistiéndolos con calzones rosas y sometiéndolos a las altas temperaturas del desierto.

La llegada de Donald Trump al gobierno no sólo ha enterrado, en lo inmediato, la posibilidad de una reforma migratoria, sino que ha despertado los peores sentimientos entre sectores que lo apoyan, que ahora dan rienda suelta a su racismo y su xenofobia. Pese a la resistencia a las medidas de Trump en los tribunales y en muchos gobiernos locales, las fuerzas antiinmigrantes hallan cobijo en el clima de odio que el ocupante de la Casa Blanca ha generado.

En ese contexto se inscribe la promulgación, por el gobernador de Texas, Greg Abbott, de una nueva ley del odio que entrará en vigor el 1 de septiembre. En pocas palabras, la nueva ley faculta a los agentes policiacos de cualquier nivel a preguntar a una persona su condición migratoria, en una detención por hechos menores e incluso durante operativos de rutina.

La misma ley establece sanciones para las autoridades locales y universitarias que rechacen colaborar con el Servicio de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), a contracorriente de la decisión de un juez federal que en abril pasado suspendió la orden de Trump de recortar fondos a las ciudades que han tomado medidas favorables a los migrantes, y que son conocidas como ciudades santuario.

Cuarenta por ciento de los 28 millones de habitantes de Texas son mexicanos o de origen mexicano, lo que nos da una idea de la dimensión del daño que esta nueva ley puede causar.

Para la Unión de Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés), la nueva ley es solamente una “licencia para discriminar”.

El gobierno mexicano ha emitido, como en otras ocasiones, una tímida protesta que poco ayuda a los millones de personas bajo amenaza.

Se calcula que en 2015 unas 200 jurisdicciones estatales y locales rechazaron cooperar con el Servicio de Inmigración Federal e incluso algunas de ellas negaron acceso a sus prisiones a las autoridades nacionales.

Ciudades tan emblemáticas como Nueva York, Los Ángeles, Chicago y San Francisco forman parte de este bloque y sus alcaldes han declarado que protegerán a todos sus residentes.

Además de expresar un rechazo contundente a este tipo de leyes, el gobierno mexicano debe encabezar y apoyar todos los esfuerzos posibles, en el seno de organismos internacionales, para detener los efectos perniciosos de leyes claramente dirigidas en contra de nuestros connacionales y violatorias de los derechos humanos.

Coordinadora en el Senado del Grupo Parlamentario del PRD

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