La semana pasada hablé en este espacio de lo que los estudiosos encuentran como causas para el éxito o fracaso de las naciones. Sigo con el tema, que por supuesto amerita mucho más espacio, pero que he sintetizado aquí lo mejor posible en solo dos entregas para los amables lectores.

Para algunos estudiosos los factores culturales son definitivos en la medida en que son responsables de que se puedan aprovechar mejor o peor los recursos económicos, se tomen mejores o peores decisiones, se aprovechen o desaprovechen los factores como el clima y la geografía, se pueda enfrentar mejor o peor el pasado colonial y el imperialismo, hoy la globalización.

Según esa manera de entender las cosas, hay culturas en las que se valora más que en otras la educación escolarizada, el trabajo duro, la eficiencia y productividad y otras en las que no es así; unas que apuntan más a la frugalidad y otras al derroche; unas que son más proclives al desarrollo tecnológico y otras que lo son al pensamiento filosófico; unas que son más afines a la democracia y otras al autoritarismo; unas que funcionan con el respeto a la ley y a las instituciones y otras que se sostienen sobre relaciones de tipo personalista.

Según Samuel Huntington y Lawrence E. Harrison, por ejemplo, la cultura es el obstáculo principal para el desarrollo de América Latina: “Los valores y las actitudes culturales facilitan o obstaculizan el progreso”. En su opinión, el subdesarrollo nuestro es “un estado mental”.

Para Amartya Sen ésta es una sobresimplificación, pues si bien es evidente la importancia de la cultura, lo significativo es explicar cómo ésta impide o empuja el desarrollo.

Ashraf Ghani y Clare Lockhardt afirman que el fracaso del Estado es lo que genera la caída de las naciones, y eso no es culpa ni de la geografía ni de la cultura, sino de lo que ellos llaman “la política”: hay países que construyen instituciones que estimulan el crecimiento económico y otros que son predatorios y lo impiden o incluso lo paralizan.

También Daron Acemoglu y James Robinson consideran que las instituciones son la clave.

De nada sirven los billones de dólares enviados como ayuda o prestados por agencias internacionales, si no existen instituciones que controlen que se les utilice adecuadamente.

Y aquí sale, por supuesto, el tema de la corrupción: de los gobiernos en los que el dinero desaparece como por encanto, al punto que se les deja de pagar a maestros y servidores públicos porque no hay con qué, se hacen recortes brutales en materias de salud y educación, y en cambio se gastan millones en campañas políticas y miles de personas solo están viendo cómo le hacen para irse a otro país.

Le puse por título a estos artículos Historias ajenas entre signos de interrogación porque evidentemente lo que he relatado no son situaciones que pasan solamente en algún país africano o del Medio Oriente.

¿Qué podemos decir de nosotros cuando durante seis años está en el poder un Javier Duarte que roba sin límite, cuando año con año la Auditoría Superior de la Federación demuestra irregularidades y desaparición de dinero y no pasa nada, cuando el investigador Leonardo González documenta las simulaciones presupuestarias que encubren transas en absolutamente todo (algo de lo que yo misma hablé en mi libro País de Mentiras, publicado hace casi una década)?

Según los estudiosos, una nación solamente existe si se respeta la ley, si las instituciones funcionan y si el Estado tiene el monopolio del uso de la violencia. Diamond agrega otro factor: que los dirigentes tomen decisiones adecuadas. Nada de eso tenemos aquí, por más que se finja que somos un país moderno que sí lo tiene. Lo anterior para llegar a una triste conclusión: que nuestro problema no son los vecinos del norte, por más que queremos echarles la culpa. Somos nosotros mismos y lo que hemos hecho de nuestro país.

Escritora e investigadora en la UNAM.

sarasef@prodigy.net.mx

www.sarasefchovich.co

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