La semana pasada escribí en este espacio de EL UNIVERSAL, una propuesta concreta para enfrentar las amenazas de Trump: dejar de cuidarles la puerta para el paso de drogas y de migrantes, dejar que ellos se ocupen de controlarlo o de evitarlo, si pueden.

Pero eso evidentemente no basta. Es fundamental echar a andar otra parte de la propuesta, que tiene que ver con lo que nosotros como país debemos hacer dentro de México.

Cuando a mediados de los años 90 del siglo pasado se firmó el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, muchos dijimos que los términos en que estaba planteado y la rapidez de su aplicación, harían que colapsara la pequeña y mediana industria y comercio nuestros, que se habían formado al amparo de las políticas proteccionistas y de sustitución de importaciones puestas en marcha por los gobiernos de mediados del siglo, además, de que afectaría muy seriamente al campo, de por sí abandonado por todos los gobiernos y muy pobre.

Y efectivamente eso sucedió: México se convirtió en maquilador para empresas de los países ricos y, estúpidamente, orientó toda su economía en esa dirección, a pesar de las advertencias de los expertos de que era un error, porque generaba una dependencia brutal del exterior. Y peor, porque se cometió el error de no diversificar ni a los proveedores ni a los clientes y el grueso del intercambio fue con Estados Unidos.

El abandono de la producción nacional condujo a tener que importarlo todo, pues en México ya no producimos ni un tornillo. Las fábricas nacionales cerraron y todo lo que consumimos son productos extranjeros: textiles, zapatos, juguetes, refacciones, herramientas, alimentos. La demanda de estos ha tenido que ser cubierta en más de 50% con adquisiciones del exterior y de esas, más de 80% proviene de Estados Unidos. México compró granos básicos (incluidos el maíz y el frijol), azúcar, carne y leche. ¡Hasta las flores y las lechugas llegaron de afuera!

El nuevo esquema trajo inversiones y oferta de empleo, pero endebles. Porque las empresas se llevan el grueso de sus ganancias y porque al solo requerir mano de obra no calificada y que se podían ir cuando quisieran, como efectivamente sucedió cuando encontraron lugares donde podían pagar salarios más bajos, generaron una situación laboral (y por lo tanto social) poco competitiva y muy incierta.

De hecho, los obreros prácticamente han desaparecido del mapa y para los campesinos es mejor pedir limosna que sembrar jitomate o frijol, pues la tendencia ha sido producir para la exportación y para conseguir rentabilidad para el gran capital.

A este panorama se agregaron dos elementos: el tráfico de drogas, con la violencia consecuente y la destrucción de la empresa Pemex, por corrupción e ineficiencia, lo que significó, a pesar de ser país productor de petróleo, tener que importar gasolina.

No extraña entonces que la delincuencia haya echado raíces con tanta facilidad en nuestra sociedad.

Por eso ahora, quienes así pensamos, no necesariamente lloramos con que el TLC cambie o incluso desaparezca, pero lloramos eso sí, por las oportunidades desperdiciadas. Y por eso da coraje que nos salgan a anunciar su gran invento: que lo hecho en México está bien hecho y que debemos comprar productos nacionales. Eso lo dijimos siempre, pero no lo quisieron escuchar.

Evidentemente, ya no es posible ni deseable echar para atrás la globalización, pero eso no significa olvidar que para que un país no sea tan dependiente, tiene que producir, tiene que crear empleos menos inseguros y más calificados, tiene que tener un mercado interno sólido, una cierta autosuficiencia al menos alimentaria y una diversificación en sus clientes y proveedores. A eso habría que haber apuntado. Y no se hizo. Ahora no nos quedará más remedio que hacerlo, pero ya partiendo de una situación muy difícil.

Escritora e investigadora en la UNAM.
sarasef@prodigy.net.mx
www.sarasefchovich.com

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