El día internacional de los pueblos indígenas, señalado por la ONU el 9 de agosto, más que dar motivo para celebraciones induce a una severa reflexión sobre el incumplimiento de los compromisos contraídos y los nuevos despojos a que los pueblos indígenas están siendo sometidos en tiempo de “reformas estructurales”. Se abre un periodo preñado de amenazas a la integridad y a la territorialidad de estas comunidades que nos remonta al siglo XVI.

A pesar de los esfuerzos históricos de los grupos originarios por defenderse de la absorción y proteger aquellos rasgos culturales que otorgan identidad única a cada grupo etnolingüístico, los pueblos indígenas en nuestro país continúan sumidos en la pobreza y la marginación. La tesis del mestizaje, vertiente del evolucionismo, no ha contribuido a la cohesión de la sociedad global, sino ha arrinconado a los pueblos originarios bajo diversas formas de discriminación. Ese acorralamiento se ve reflejado en el uso y disfrute del patrimonio y las riquezas de nuestra nación. La población indígena, estimada en 18 millones de personas, está distribuida en cerca de 20 mil localidades y contiene a poco más de 60 grupos lingüísticos, haciéndonos una de las naciones pluriculturales más ricas, lo cual no es concesión de los gobiernos, sino una realidad que perdura a pesar de ellos.

Pese a la migración rural, cerca del 70 por ciento de la población dedicada a actividades agrícolas es indígena. El 20 por ciento de nuestro territorio está habitado por pueblos indios, el 70 por ciento de los recursos petroleros se encuentra en entidades predominantemente indígenas, así como en las superficies donde se asientan las principales plantas hidroeléctricas, la industria minera y “las áreas naturales protegidas”. La globalización neoliberal ha sido particularmente destructiva para los pueblos indios, con quienes se ha ensañado mediante el despojo de sus territorios, sus arraigos y sus símbolos culturales, a favor de un modelo económico que genera violaciones sistemáticas a sus derechos humanos.

La rebelión de enero de 1994, el día de entrada en vigor del TLCAN, fue premonitoria y colocó al indigenismo como ideología, en el marco de la nueva era de explotación que comenzaba. A pesar del incumplimiento de los acuerdos de San Andrés y la reducción de la agenda indigenista del gobierno a la permisibilidad de los “caracoles”, no se ha detenido la lucha de los sectores progresistas por construir una nueva relación entre el Estado y los pueblos originarios.

Sin detrimento de los espacios conquistados, el “indigenismo de blancos” no se traduce en el reconocimiento de los derechos de esos pueblos consagrados en la legislación internacional que apuntan a una sociedad igualitaria, donde los grupos étnicos sean sujetos de derechos individuales y colectivos, además de obligatoria su participación en todos los programas de desarrollo que los afectan.

La reforma energética inicia un nuevo periodo para el despojo de las tierras y los recursos naturales pertenecientes a los pueblos indígenas. Dichos cambios son violatorios del artículo 2° de la Constitución, así como del Convenio 169 de la OIT, que ordena al Estado “obtener el consentimiento previo e informado de los pueblos indígenas y comunidades nativas sobre el uso de los recursos existentes en sus territorios”.

En 2007 se presentó en la Cámara de Diputados un proyecto de reforma constitucional en ese sentido, que incluye modificaciones al artículo 27 y priva a los poderes públicos de sus facultades discrecionales y omnímodas para el aprovechamiento de los recursos naturales. Al año siguiente se presentó una iniciativa de “Ley General de Consulta a los Pueblos Indígenas” fundada en las disposiciones de derechos humanos del artículo 1° constitucional.

En la ciudad de México ha surgido un proyecto de iniciativa con semejante objetivo, elaborado por instancias del gobierno con el consenso del Consejo de los Pueblos y Barrios Originarios del DF. Desgraciadamente el equilibrio de fuerzas en las instancias legislativas y la orientación ideológica predominante han congelado esos proyectos. Podrían, sin embargo, los pueblos afectados acudir a la protección judicial, con fundamento en la jerarquía constitucional de los tratados y convenciones internacionales. Ésa sería una vía de acción digna del aniversario que celebramos.

Comisionado para la Reforma Política del Distrito Federal

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