A pocos días de haberse expedido la Constitución de la Ciudad de México, comienza a generarse un interés legítimo de los ciudadanos y de los actores políticos, económicos y sociales por conocerla cabalmente. Las reacciones negativas fueron francamente anémicas y todas identificables por intereses específicos, la bilis crónica o la ignorancia deliberada. Fueron insultos aislados y carentes de argumentación. En sentido opuesto está creciendo una marea de demandas de los Congresos locales, de las universidades y de ciudades y países del mundo que quisieran conocerla mejor.

La tarea tiene todavía muchas etapas por cumplir antes de que entren en vigor las nuevas instituciones. La primera es una difusión adecuada que mucho se asemeja a la pedagogía política: volver simple lo complejo, para facilitar el aprendizaje y la apropiación cívica de los derechos conquistados. En el corto plazo la responsabilidad de la Asamblea Legislativa, encargada de discutir y elaborar las leyes orgánicas correspondientes a la estructura de los poderes públicos, el sistema electoral y el régimen de las alcaldías. Resulta fundamental que el espíritu de la Constitución no se debilite, sino que se concrete y viabilice. Los mismos grupos partidarios que lograron el consenso en la Constituyente están reflejados en la Asamblea; lo que representa una significativa ventaja. También la presencia de las organizaciones y movimientos civiles que están en el origen del proyecto, tanto como la academia y los especialistas. Es plausible la decisión del Legislativo local de establecer un parlamento abierto.

Vendrán después otras etapas en las que se vuelve indispensable que los ciudadanos independientes luchen sin desmayo por ocupar los espacios que la Constitución les ha confiado, al margen de la intermediación de partidos, poderes fácticos y a los extremos ideológicos que se consideran afectados.

El buen éxito de esta nueva etapa del proceso contribuirá a profundizar la convicción de que en nuestro país es posible y necesario edificar una nueva constitucionalidad por consenso, como corresponde a una transición política inconclusa. Desde 1990, en el programa de la Revolución Democrática, planteamos este propósito como definitorio para la transformación del país. No hay cambio político de consideración, sea por la vía de las armas, la movilización social o los acuerdos políticos que no haya culminado en un nuevo pacto social. Esa es la gran asignatura pendiente del país.

Los debates recientes sobre la viabilidad de una nueva Constitución me parecen insuficientes: Algunos sobrados de prejuicios y la mayor parte ausentes de una visión histórica mayor. Entre los juristas del mundo entero, no hay duda de que el texto actual de nuestra Carta Magna es un ejemplo concentrado de promiscuidad ideológica, desorden sistémico, prolijidad reglamentaria e incongruencias insalvables. La Constitución de 1917 —cuyo Centenario celebramos— tiene de hecho una antigüedad de 160 años, ya que fue expedida como enmiendas y adiciones a la de 1857. Conviven en ella los fantasmas de los héroes de la Reforma, las astucias de Porfirio Díaz, las audacias de la Convención Nacional Revolucionaria, los empeños de Francisco J. Múgica y de Heriberto Jara, el autoritarismo de Obregón, los remiendos de la Unidad Nacional y las ocurrencias de numerosos mandatarios a partir de Miguel de la Madrid, para no mencionar los despropósitos de Carlos Salinas, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto. Más del cuarenta por ciento de las reformas a la Constitución federal corresponden a la era neoliberal y la mayor parte de ellas son diametralmente opuestas al espíritu y la letra de la carta original. Su texto es hoy una crónica pintoresca de ambiciones descarriadas, que no el orden jurídico de una nación.

En tiempos de disolución nacional sería anacrónica y vacua una campaña electoral que no colocará en el centro del debate la redefinición histórica del país y de su andamiaje institucional. Todo impulso constitucional consecuente obedece al surgimiento de una nueva mayoría política, que en un escenario democrático debe establecer acuerdos con las corrientes minoritarias, como lo hizo puntualmente la Constituyente de la capital. De ahí nuestro empeño en alentar la unidad y la definición de un proyecto claro de las fuerzas de izquierda progresistas y genuinamente democráticas, de cuyo empuje, visión y determinación histórica depende la supervivencia del país.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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