Los últimos meses han sido tortuosos y claramente regresivos para la izquierda de nuestra región. En Argentina sufrió una contundente derrota electoral y en Perú se ha desvanecido ante el embate de dos proyectos de derecha. En Bolivia, Evo Morales perdió el referéndum para su reelección, mientras que en Ecuador, Correa abandonó o pospuso el proyecto de ampliar su permanencia. En Venezuela, Maduro se debate en una crisis económica de grandes proporciones y podría naufragar en un proceso revocatorio. En Brasil y en Chile, acusaciones de corrupción estrechan el círculo alrededor de líderes emblemáticos como Michelle Bachelet, Lula da Silva y Dilma Rousseff, estigma ancestral que se ha recrudecido en países de distinto signo como Nicaragua, El Salvador, Guatemala y México.

Numerosos analistas sostienen que los gobiernos progresistas latinoamericanos han entrado en una fase crítica de duración indeterminada. Se anotan como causas el fortalecimiento de las tendencias neoliberales a nivel global, el deterioro de sus sistemas de intercambio comercial, el debilitamiento de las políticas sociales y el rebasamiento de sus instituciones políticas.

La historia de la región se ha desenvuelto con innegables sincronías, determinadas en gran parte por fenómenos mundiales desde las conquistas europeas en nuestros países. Los procesos de emancipación política, la conformación de las repúblicas, los periodos dictatoriales, las reivindicaciones sociales, los movimientos revolucionarios y aún las agendas de unidad regional han coincidido en el tiempo.

La “marea rosa latinoamericana”, iniciada este siglo, tuvo que ver con el fin de la Guerra Fría, el resurgimiento de los nacionalismos y la necesidad de una inserción más justa e independiente en la globalidad. Sin embargo, la actual inflexión ideológica debe mucho a las limitaciones objetivas para la transformación de un modelo económico dominado por los centros financieros internacionales. Durante diez años, América del Sur experimentó uno de los mayores auges en el mercado de materias primas de la historia moderna, que le permitió mantenerse a flote de la crisis de 2008 e intensificar sus programas sociales.

La caída de los precios y la ineficacia de los estímulos fiscales desplomaron sus tasas de crecimiento y restringieron el gasto social. El viraje obedece también a la pérdida de sus hegemonías políticas por el resurgimiento de valores consumistas, fomentados por los medios de comunicación. Las sistemáticas campañas de pesimismo y aún de desabasto, mermaron la confianza de la ciudadanía hacia los gobiernos populares que reprodujeron, en escándalos inocultables, la falta de probidad de los regímenes autoritarios. Como en nuestra fallida transición: la metástasis de la corrupción.

A diferencia de los populismos clásicos —Lázaro Cárdenas, Getúlio Vargas o Juan Domingo Perón—, los neopopulismos han fallado en el cambio histórico de la correlación de fuerzas y en la construcción de regímenes institucionales de larga duración. No han podido resolver, por ello, el problema de la reproducción del poder.

En algunos países, la pugna por la obtención de los espacios electorales y sus prebendas derivaron en el clientelismo, dividieron a las izquierdas y disolvieron sus alianzas con el centro. Por añadidura, la insuficiente penetración de los programas sociales dejó, como aquí, a los más pobres en manos de la compra del voto por las derechas económicas, que en el Perú conducirán a la amnistía de Fujimori.

En aparente contraste, en el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba y ante la inminencia de un relevo generacional, se consagró el “carácter irrevocable” del socialismo. En la clausura, Fidel Castro dijo que “si se trabaja con fervor y dignidad se pueden producir los bienes materiales y culturales que los seres humanos necesitan. A nuestros hermanos de América Latina debemos transmitirles que el pueblo cubano vencerá”. Si así fuera, la “marea roja” garantizaría su perdurabilidad.

La historia no se acaba mañana y aunque es probable que sobrevenga un ciclo de inestabilidad en la región, también es cierto que las semillas de la democracia podrían florecer de nuevo en un marco económico distinto y con el surgimiento de nuevos liderazgos sociales. La pregunta que se formula es: en esta deriva hacia la derecha, ¿hasta dónde puede llegar México? La coyuntura debiera conducir a una profunda reflexión de la clase dirigente del país y a un nuevo consenso sobre la paz de la República.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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