Han pasado 37 años desde el primer arribo de un Papa a nuestro país: tres pontífices y siete visitas durante seis sexenios. Sin embargo, habida cuenta de los cambios que está intentando en la Iglesia, de su acento en un lenguaje pastoral y de su posición ante los problemas del mundo, la presencia de Francisco ha despertado mayores expectativas en la sociedad mexicana, golpeada por la violencia, la pobreza y la desesperanza.

La ausencia de relaciones diplomáticas entre el Estado mexicano y la Santa Sede derivó de los conflictos que los gobiernos liberales tuvieron con la Iglesia, que desembocaron en la Guerra de Reforma y en el establecimiento del Estado laico. Más tarde la rebeldía eclesiástica, ante disposiciones de la Constitución de 1917, detonó la Guerra Cristera. Años después se llegó a un modus vivendi consistente en que dichas normas no se aplicaran en sus términos, acuerdo que no contó con la aprobación del Vaticano.

No obstante, los contactos se iniciaron mucho antes del restablecimiento de relaciones ocurrido en 1992; cuando Luis Echeverría, en el contexto de la política de reducción de la natalidad y del inicio de severas divergencias con la derecha mexicana, visitó a Paulo VI en 1974, argumentando el agradecimiento que éste había dado a la Carta de los Derechos y Deberes Económicos de los Estados, así como su actitud favorable hacia las demandas de los países del Tercer Mundo.

La primera visita a México se dio en enero de 1979, al inicio del pontificado de Juan Pablo II y durante la administración de José López Portillo, que fue objeto de un intenso debate dentro del propio gobierno y que finalmente culminó con una misa en Los Pinos, lo que a juicio de Barranco “reveló la hipocresía de la clase política mexicana”. En 1990 Wojtyla arribó de nuevo para reafirmar su ofensiva contra la Teología de la Liberación, en preámbulo de los cambios constitucionales del año siguiente y en el marco de la inmersión de nuestro país en las políticas neoliberales. Tres años después regresó con motivo del restablecimiento formal de las relaciones con El Vaticano y en 1999 celebró una cuarta visita en plena sintonía con el cambio de rumbo económico y político ocurrido en el país.

Vino la alternancia en el poder presidencial y la última visita de Juan Pablo II en 2002, cuando Fox besó la mano del Papa. Diez años después, Joseph Ratzinger vino a México muy cerca de las elecciones federales, siendo omiso a la inseguridad que asolaba al país e interesado en combatir los derechos civiles contrarios al dogma católico.

Hoy comienza el periplo mexicano del primer Papa latinoamericano, jesuita por añadidura y opuesto a los vicios del clericalismo, que pregona una “Iglesia pobre y para los pobres” y anuncia el fin del “invierno eclesial”, caracterizado por una jerarquía ostentosa y dañada por la corrupción y la pederastia. Viene a reanimar a la feligresía mexicana —al amparo del culto guadalupano— consciente de que en tres decenios el catolicismo ha disminuido del 95% al 69% en este país. Llega con una agenda progresista para la jerarquía mexicana, preeminentemente conservadora. Su visita a San Cristóbal de las Casas y el recuerdo de Samuel Ruiz parecen ser un claro anuncio en ese sentido.

No se percibe una estadía de complicidad con el gobierno y los poderes económicos. Atestiguará un país sumido en la incertidumbre, agrietado por la impunidad y la violación sistemática de los derechos humanos, así como un estamento político con escaso reconocimiento de la población. También encontrará amplias transformaciones sociales: una nueva vivencia de las familias, un impulso a la emancipación de las mujeres y una opinión pública atenta a los grandes debates de nuestro tiempo y en busca de nuevos paradigmas.

Francisco no puede ser ajeno a estas realidades, a riesgo de incomodar a los beneficiarios de la desigualdad y a los portadores trasnochados de dogmas antiguos. Su pastoral empatiza con los más acuciantes problemas nacionales. México es una muestra amplificada de las desviaciones que Bergoglio condena. Cabría esperar del Pontífice una actitud congruente con su prédica y sus encíclicas. Aliento para cerrar en definitiva un ciclo nefasto de nuestra historia.

Comisionado para la reforma política de la Ciudad de México

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