Cuando murió mi madre —hace casi un año— supe que era posible convertir sus cenizas en diamantes. En la funeraria en la que contratamos el servicio de cremación ofrecían un paquete especial que se promovía mediante la exhibición de muestras de joyas —anillos, pendientes, aretes— decorados con brillantes elaborados con las cenizas de quienes algún día fueron personas. A pesar de la tristeza que nos tenía atrapados, mis hermanos y sobrinas, bromeamos un buen rato sobre qué haríamos y quién conservaría los brillantes hechos con las cenizas de la abuela.

Olvidé el tema hasta que se desató el debate provocado por la muestra Una carta siempre llega a su destino de Jill Magid que se exhibe en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo. Un cúmulo de las cenizas del que —para muchos— fuera el mejor arquitecto mexicano del siglo XX, Luis Barragán, se habían convertido en diamante y serían exhibidas en la UNAM. La historia y la discusión que ha suscitado me han parecido un sano y polémico divertimento en un momento en el que los sinsabores de la política, los espantos de la violencia y los enconos colectivos se habían apoderado de mis cavilaciones cotidianas.

Sin duda existen dilemas relevantes que merecen atención, reflexión y discusión. El solo hecho de que la obra haya sido concebida como una propuesta para recuperar —¿o será más preciso decir adquirir?— el archivo profesional de Luis Barragán que se encuentra en Suiza, ya es interesante. En el fondo nos cuestiona sobre quién debe ser el propietario de las ideas de una mente brillante como la del arquitecto jalisciense y hasta dónde podemos llegar para acceder a la documentación en la que descansan. Las tensiones entre lo público y lo privado; entre lo comercializable y lo gratuito, muestran sus cabezas. Ello por no adentrarnos en las aristas filosóficas, éticas o religiosas del entuerto.

Pero más allá de esas cuestiones interesantes por relevantes, a mí la historia me activó curiosidades de abogado. No tengo respuesta para los dilemas jurídicos que el caso plantea pero me parece cautivante delinearlos. Comencemos por el más resbaloso: ¿quién es el propietario de los restos —en este caso cenizas— de una persona fallecida que no dejó legado alguno sobre el destino de los mismos? O, de una manera más genérica, ¿quién puede decidir sobre el destino de los restos de otro? Cuando alguien muere hay una etapa en la que el Estado —a través del Derecho— se involucra. Por eso se consignan las causas de la muerte, se levanta un certificado médico y, si es necesario, se realiza una autopsia. Pero, una vez que el caso pasó la prueba —para lo que aquí interesa— es posible la cremación.

Cuauhtémoc Medina y Alejandra Labastida —curadores del museo— me explicaban que ahí reside una veta para la libertad. Y yo coincido. Como no hay ley que prohíba a las personas disponer de las cenizas de los suyos y no existe autoridad expresamente facultada para impedir que esa decisión se verifique —nos guste o no— podemos hacer anillos con quienes quisimos o admiramos y, viceversa, podríamos ser transformados en anillos por sus fueros. Al final, todo depende de quién fallezca primero y, obvio, que no exista una manifestación expresa del finado acerca de lo que quería y permitía que se hiciera con sus restos.

Éstas y otras cuestiones relevantes han tomado vuelo con la exhibición del MUAC. Bienvenida sea. Es importante pensar y debatir sobre asuntos entretenidos y ajenos a los problemas cotidianos y ordinarios. Así que celebro la propuesta de los curadores para atraer la muestra, la decisión del Comité de Expertos que la avaló y, sobre todo, el talante democrático de Jorge Volpi, coordinador de Difusión Cultural y, por supuesto, del rector Enrique Graue, por dejar que el anillo —y el resto de la exposición de Jill Magid— se exhiba en la UNAM.

Por cierto, mi madre —o, mejor dicho, sus cenizas— reposan completas en la cripta de una iglesia de mi ciudad. Al menos eso dijeron.

Director del IIJ-UNAM

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