Si algo aprendí de la obra de Giovanni Sartori es que las instituciones importan mucho. Esto, al menos, en dos dimensiones. En sí mismas, porque son condición de civilidad, estabilidad y gestión pacífica de la convivencia. Y también como instrumentos que, según su diseño, determinan la orientación de los regímenes políticos y, por ende, de las condiciones de vida de las sociedades. Sartori acuñó el término “régimen de partido hegemónico” para describir al México de hace algunas décadas y también propuso y constató algunos de los ajustes institucionales que hicieron posible la democracia electoral y los gobiernos divididos.

De su pensamiento y de la obra de su contemporáneo, Norberto Bobbio, abrevé otra lección importante: las instituciones no pueden funcionar si existe un divorcio entre éstas y la sociedad. Los gobiernos pueden ser más o menos fuertes y más o menos populares, pero el entramado institucional en su conjunto —el que da forma al Estado— debe ser fuerte y contar con la lealtad de la gente. De lo contrario, tarde o temprano se impone el desorden que anticipa al caos anárquico o al endurecimiento autoritario.

Me temo que en México pueda estar madurando una fórmula erosiva. No sólo tenemos un gobierno débil e impopular, sino que en los últimos meses ha venido amalgamándose una molotov de intransigencias que podría derivar en una fractura radical entre sociedad e instituciones. Recurro a algunos ejemplos para sustentar la tesis.

El debate sobre las iniciativas de ley en materia de seguridad interior ha escalado al punto del insulto entre algunos legisladores y académicos y/o activistas que objetan la pieza legislativa. Ese Coliseo moderno llamado Twitter ha atestiguado intercambios con todos y dichos que socavan las condiciones necesarias para activar una deliberación digna de ese nombre.

Algo peor ha sucedido con el caso del Inegi. De esa tensión han derivado amenazas inadmisibles desde el poder hacia personas y organizaciones. Cuándo éstas fueron señaladas ante la opinión pública emergió que no era un caso aislado. Muchas organizaciones han denunciado que eso sucede cuándo se trata de incidir en la agenda educativa, en el combate a la corrupción, en la defensa de los pueblos, en la protección del medio ambiente etcétera. De hecho, en las últimas semanas han sido asaltadas oficinas de líderes sociales y organizaciones. No se sabe a ciencia cierta si son robos comunes o actos de hostigamiento, pero la sensación que dejan es de intimidación y miedo.

En la arena de la política y la lucha electoral tenemos un fenómeno paralelo. Líderes y militantes de fuerzas políticas —no solamente de la izquierda radical— van adoptando estrategias de cerrazón que activa dinámicas schmittianas de amigo/enemigo. Los insultos son brutales y las retóricas impermeables. De nuevo las redes sociales se han convertido en un campo de batalla que inhibe la reflexión conjunta, la empatía cívica y el debate informado. Esto también abona en el divorcio entre sociedad e instituciones. El concurso tuitero por la ocurrencia más hiriente’ o la ‘descalificación más procaz’ aleja a los ciudadanos —en este caso sobre todo a los jóvenes que habitan en las redes— de la política democrática.

Creo que es un buen momento para hacer un alto y retomar las lecciones de los maestros promotores de la democracia. Sartori y Bobbio conocían la historia, estudiaron la política y amaban la libertad. Esos eran los resortes que movían su defensa de las reglas del juego democrático. Y ambos sabían que esa maquinaria institucional solo funcionaba si las instituciones respondían a la sociedad y si ésta confiaba en las anteriores. Lo que está en juego —cuándo se activan las amenazas y explotan los insultos— es el tipo de sociedad que seremos y el tipo de régimen en el que viviremos. Las alternativas eran bien conocidas por los viejos maestros: violencia, opresión y autoritarismo o paz, derechos humanos y democracia. Usted elija.

Director del IIJ-UNAM

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