Hace algunas semanas identifiqué tres factores que aparecen de manera constante en diversos análisis que buscan explicar tanto la victoria de Trump como la conducta de su actual base dura de apoyo. Estos elementos se ubican en: (a) lo económico, a raíz del desplazamiento de clases trabajadoras afectadas tanto por los avances tecnológicos como por la globalización y la segmentación transnacional de la producción; (b) lo político, a raíz del distanciamiento percibido entre las élites gobernantes y determinados sectores de la sociedad que se sienten alejados, alienados, abandonados. En este rubro podemos ubicar temas relacionados como, por ejemplo, la amplia desconfianza que estos sectores manifiestan al respecto de muchos medios de comunicación tradicionales; y (c) lo psicológico: el miedo. Un miedo que procede de situaciones como el incremento del terrorismo en los últimos años o el aumento de los conflictos y la inestabilidad en muchos países, y las crisis migratorias que esa inestabilidad ha producido. Estos tres factores, por cierto, no son privativos de EU; están presentes en muchas otras partes del mundo. Todo lo que necesita hacer un candidato, es montarse discursivamente en ellos para conectar de manera directa y sin escalas con los sentimientos y percepciones de amplias capas de la sociedad. Hoy, por todo lo que el tema puede llegar a impactar en las relaciones de Washington con nuestro país, me concentro en el tercero de los aspectos que señalo.

En efecto, hay que entender el fenómeno del miedo colectivo de manera compleja, no buscando siempre las respuestas y las explicaciones en la lógica o en la racionalidad. Además, hoy en día se necesita mirar las cosas desde un panorama amplio que rebase lo local o lo bilateral. Y si enfatizo lo anterior, es porque hemos escrito una gran cantidad de textos que pretenden explicar cómo es que los muros no resuelven los problemas migratorios, o textos que explican que el terrorismo no se combate prohibiendo la entrada a personas procedentes de siete países de mayoría musulmana. Esas afirmaciones pueden ser todas correctas, pero no se dirigen al tema central: cuando los seres humanos sentimos miedo, reaccionamos de maneras muy particulares, y buscamos no las mejores, más eficaces o más lógicas soluciones, sino aquellas que en nuestra percepción combaten nuestra vulnerabilidad porque, buenas o malas, nos hacen sentir psicológicamente más seguros.

El miedo que se siente en la actualidad en varias sociedades occidentales como la estadounidense, no parece proceder de algo que se encuentre en casa. No al menos desde la visión de un político como Trump o desde la visión de sus seguidores. Los peligros, desde esa mirada, vienen de afuera. Vienen de Siria, de Irak, de Libia. Vienen a través de la migración y las masas de refugiados. Vienen a través del terrorismo que golpea a países europeos, pero que también ha llegado a casa recientemente con ataques como los de Boston, San Bernardino u Orlando, cometidos todos por musulmanes que han migrado o que son hijos de migrantes que han llegado de “alguno de aquellos países”, los cuales a veces ni en el mapa identificamos, pero que “hemos escuchado” están siendo golpeados por la guerra y el conflicto, y que son en donde justamente operan varias de las organizaciones terroristas más peligrosas. Así, mientras ha venido aumentando la inestabilidad en la región del Medio Oriente y el Norte de África, y a medida que los ataques terroristas también han aumentado, en esa medida crecen los riesgos percibidos y, por lo tanto, el miedo generalizado.

La existencia de ansiedad por terrorismo entre estadounidenses es real. En una encuesta del 2016, la universidad de Quinnipiac detectó que, entre sus participantes, el 79% considera algo o muy probable que ocurra un atentado terrorista, cifra consistente con el 71% que detectaba CNN/ORC en las mismas fechas. Esto representa los niveles más elevados de ansiedad por terrorismo desde el 2001. La misma encuesta de Quinnipiac indicaba que 53% pensaba que las libertades individuales no se han restringido lo suficiente y deberían restringirse más. Y de todas esas personas, quienes más se sentían vulnerables eran quienes decían que votarían por Trump; 96% de esos electores consideraba que era probable (algo o mucho) que próximamente ocurriría un atentado terrorista, comparado con un 64% de quienes indicaban que votarían por Clinton.

A esa ansiedad solo hace falta añadir un elemento adicional: un discurso que nos haga ver que “nuestras fronteras están desprotegidas”, y que, a través de ellas, ya han cruzado hordas de “criminales, violadores y traficantes” mexicanos y centroamericanos que se “aprovechan de nosotros” de manera cotidiana. El círculo está completo. Estados Unidos se presenta como un país sumido en el caos, un país que corre peligro por haberse descuidado.

Lo esencial estriba en comprender que, ante ese nivel de miedo, se puede hacer toda la argumentación racional que se desee, pero esos argumentos no van a ser escuchados. Se puede explicar a la población que una muchísimo mayor cantidad de personas muere en Estados Unidos por otras clases de asesinatos que por terrorismo, o se puede explicar cómo es que frenar la inmigración de personas que proceden de siete países de mayoría musulmana no solo no elimina el peligro, sino que puede radicalizar a potenciales atacantes incrementando los riesgos que se pretendía reducir. O se puede argumentar que la mayor parte de atentados está siendo cometida por personas que ya son ciudadanos de las sociedades atacadas. Es más, se puede explicar el aporte positivo de las comunidades de migrantes a la economía estadounidense. Sin embargo, ante alguien como Trump y su base de apoyo, esas explicaciones lógicas están destinadas al fracaso.

Porque cuando estamos inmersos en el miedo colectivo, y cuando estamos absolutamente convencidos de que los riesgos a nuestra seguridad proceden de afuera, lo único que nos salva es cerrar la puerta, colocar candados y rejas, cuidar nuestras espaldas y expulsar de casa a todo lo que percibimos como ajeno.

Ese es el panorama que tenemos que atender cuando lidiamos con la actual Casa Blanca porque el ascenso de este presidente se debe, en parte, a esos factores, y porque hasta ahora, Trump ha dejado en claro que está completamente dispuesto a dar a sus electores lo que le pidieron cuando votaron por él: puertas, candados, policías, vigilancia, guardias, cámaras, rejas, muros. No porque esos elementos resuelvan los problemas, sino porque son eficaces para producir una sensación de seguridad. Ante ello, no tenemos soluciones mágicas o recetas. Sin embargo, quizás los primeros pasos consisten en comprender primero, que cuando miramos a Trump y a quienes lo apoyan, ese miedo que manifiestan está siendo alimentado no por una única fuente (que proceda de nuestro país), sino por múltiples fuentes, muchas de las cuales proceden de sitios lejanos y que no está en nuestras manos controlar, y segundo, que la lógica, la razón y la política tradicional, no siempre van a aportar la eficacia que nos gustaría. Y solo a partir de ello, prepararse y pensar alternativas dirigidas a atender escenarios de conducta irracional que seguramente se van a seguir presentando con frecuencia.

Analista internacional.

@maurimm

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