Los calendarios sirven para organizar la vida. Nos dan orden, agendas y esperanzas. Pero son una ilusión, pues el tiempo simplemente fluye y las inercias se mantienen, mientras no hagamos nada para modificarlas. Y hasta ahora, ninguno de los desafíos con los que está cerrando el 2016 parece tener una salida fácil para el año próximo. No sólo porque son de suyo muy complejos, sino porque el país ha venido perdiendo poco a poco la capacidad de responder.

El cambio de año no es la única ilusión que compartimos. También creemos que el Estado mexicano es invencible y cargamos sobre sus activos casi todas las expectativas. Nos cuesta establecer la diferencia obvia entre las limitadas capacidades del gobierno —de los gobiernos, en plural— y nuestra propia voluntad de acción y de organización política. Es una tendencia histórica: nos gusta imaginar que los problemas públicos pueden resolverse a golpe de decisiones gubernamentales, acompañadas de leyes y de instituciones que cargan sobre el presupuesto y las burocracias.

Todos los datos nos dicen, sin embargo, que esa posibilidad no existe sin contar con el respaldo y la conciencia despierta de la gente; de los ciudadanos comunes y corrientes que no ostentan cargos públicos ni utilizan poderes otorgados, porque el Estado no es solamente un aparato de poder que ejerce —según la definición clásica de Weber— el monopolio legítimo de la coacción física, sino que es también y sobre todo la mayor organización política de la sociedad en su conjunto. El Estado no está formado por un puñado de individuos, ni pertenece como cosa propia a los intermediarios de la vida pública. Eso es su deformación, no su esencia.

Hacia 2017 —el año en que cumplirá cien la desgastada Constitución Política de la Revolución del siglo XX— no sólo será inevitable hacernos cargo de las promesas no cumplidas e incluso traicionadas de aquella rebelión social, sino de la necesidad de rescatar la vida pública de aquellos intermediarios que la tienen secuestrada. En la medida en que se insista en que son ellos los únicos capaces de afrontar los problemas que todos padecemos, nuestras dificultades seguirán multiplicándose.

Ya que los calendarios organizan, el 2017 debe organizarnos a nosotros: a quienes creemos obstinadamente en las instituciones, pero entendidas como las reglas que nos damos para convivir en armonía y cuya validez depende de nuestro compromiso honesto por cumplirlas; a quienes asumimos que las desigualdades y las violencias que padecemos de mil formas diferentes seguirán creciendo si entregamos a otros toda la responsabilidad de conjurarlas; a quienes pensamos que el dinero público es realmente nuestro y que no hay razón alguna para que no se distribuya en función de los problemas públicos no solucionados y sobre la base de una propuesta igualitaria sin reparos; a quienes defendemos una idea democrática que no se constriñe solamente a los partidos, las campañas y los votos, sino que ha de extenderse a la apropiación cotidiana de la vida en común que las oligarquías, los oligopolios y las burocracias nos han ido arrebatando.

Por lo demás, tampoco tenemos otra opción. Creer que esas violencias que nos están rompiendo como nación articulada —acrecentadas por los descalabros económicos que nos esperan a la vuelta de la esquina— serán mitigadas por los medios habituales que nos ofrecen los partidos y los programas gubernamentales es, a todas luces, una ingenuidad. En 2017 hay que replantear la ruta: hacernos cargo de que la vida pública nos pertenece a todos y poner en marcha la revolución de las conciencias que todavía no ha sucedido en México. Una revolución tan fácil de enunciar, como difícil de emprender, pero indispensable para darnos un destino compartido. Que el calendario nos ayude.

Investigador del CIDE

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