El pasado 10 de enero, Daniel Ortega (71), otrora líder revolucionario en la guerra que hace 38 años sacó del poder al dictador Anastasio Somoza, inició un tercer periodo de cinco años en la Presidencia de Nicaragua. Claro, en su segunda vuelta. En la primera gobernó de 1979 a 1990. En la reciente ceremonia lo acompañó su esposa, Rosario Murillo, que además de ser primera dama, tomo posesión como vicepresidenta de la República. Sus hijos también ocupan importantes cargos. La autocracia se ha vuelto dinástica.

En la elección presidencial, realizada el 6 de noviembre —dos días antes de la elección de Trump— el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), la organización política que derrocó a Somoza en 1979, obtuvo 74% de los votos, aunque solo acudieron a las urnas 30% de los votantes. También obtuvo 71 de los 92 diputados. Los otros 23 son de una oposición simulada, colaboradores cercanos de Ortega y Murillo. La oposición política no existe en Nicaragua. Un dato singular. Antes del recambio de diputados, la asamblea estuvo presidida por René Núñez, diputado sandinista cercano a Ortega, quizás el único caso en la historia de un legislador que desde la tumba siguió presidiendo el órgano legislativo.

En 1984 el egregio escritor argentino Julio Cortázar escribió un libro del que tomé el título de esta nota. Que sirva de homenaje. A pesar de sus simpatías por Nicaragua, Cortázar cuestionaba la compatibilidad entre el modelo socialista y la deseada democracia. Entre los temas que comentaba el escritor argentino estaba la homosexualidad, frente a la que el régimen de Ortega era intolerante siguiendo el modelo cubano o su origen soviético, en el que en el mejor de los casos era considerada una enfermedad, pero era perseguida. Cuestionaba Cortázar si esa era una práctica democrática.

Casi tres décadas después, Ortega ha salida al rescate de un modelo democrático que, en su entender, resulta mejor que aquel que ha pretendido imponer Occidente en el que los partidos políticos solo ocasionan divisiones entre la población. En el modelo cubano y nicaragüense, que defiende a capa y espada, todos están de acuerdo en quien debe gobernar. No hay divisiones ni gastos innecesarios en guerras fratricidas entre partidos. La democracia ideal.

La situación de pobreza y el bajo crecimiento económico en Nicaragua se han mantenido prácticamente igual. La desigualdad, sin embargo, ha crecido. El mejor ejemplo ha sido el enriquecimiento de la familia Ortega, que encabeza uno de los grupos económicos más poderosos en Centroamérica. Esta riqueza proviene del petróleo venezolano. Desde que volvió al poder en 2007 Ortega ha recibido un generoso subsidio que en 2015 llegó a 7 mil 500 millones de dólares. El dinero llega a su cuenta personal, no a las arcas del Estado.

El día de hoy, 20 de enero, toma posesión Donald Trump. Cuando en 1990 llegó la oposición a Nicaragua, encabezada por Violeta Chamorro, el gobierno del primer Bush, principal promotor de la alternancia en el poder en ese país, con célebre frase reculó de su promesa de apoyar el crecimiento económico para fortalecer a la naciente democracia “We have the will, but not the wallet”.

El régimen Sandinista, como ha sucedido históricamente en regímenes autoritarios, ha logrado mantener el control en el tema del narcotráfico y la seguridad pública, en contraste con lo que sucede en El Salvador, Guatemala y Honduras. En el pragmatismo geopolítico estadounidense, este ha sido un buen incentivo para apoyar la democracia sui generis de Ortega. Sin embargo, sin el dinero venezolano y con la llegada de Donald Trump al poder, acérrimo crítico de los regímenes socialistas latinoamericanos, ¿sobrevivirá la democracia perfecta de Ortega?

Especialista en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@coppan.com

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