Durante varias décadas Venezuela fue considerada un modelo de paz social, seguridad y democracia. Con un ingreso petrolero envidiable para la mayoría y un ingreso per cápita superior al de cualquier país europeo, su futuro era más que promisorio. Sin embargo, ni la tradición democrática, ni los ingresos petroleros, fueron garantía de un mejor futuro para los venezolanos.

A partir de los noventa el deterioro ha sido una constante. En 2016 el desabasto de la canasta básica es una constante. La inflación anual será de 700% y según cálculos del FMI, podría llegar a 2 mil 200% en 2017. La baja en los precios del petróleo y la ausencia de un proyecto económico sustentable ha dejado a Venezuela al borde del precipicio. El ingreso petrolero ya no es suficiente para sostener su política exterior y hace unos días Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay decidieron la suspensión de Venezuela del Mercosur como miembro pleno, por no haber cumplido con los compromisos asumidos desde 2012.

Igual o más grave es el tema de la seguridad. Según un estudio reciente realizado por Roberto Briseño, la tasa de homicidios, que en 1985 ascendía a 9 por cada cien mil habitantes, en el año 2000 subió a 33 y para 2014 a 82. Venezuela se convirtió en el segundo país más inseguro del continente, después de Honduras, y Caracas en la capital más peligrosa del mundo. Nadie va hoy en día a Venezuela si no es por estricta necesidad.

A pesar del discurso de la revolución bolivariana, la desigualdad es acuciante. Basta observar la distribución de las víctimas de homicidios por estrato social. De acuerdo con el Observatorio Venezolano de Violencia, la tasa de víctimas de homicidio en la clase alta y media alta es de 3.9 por cada cien mil habitantes, mientras que en el segmento de quienes viven en pobreza y pobreza extrema, esta tasa se dispara a 82 homicidios, 20 veces más. Los pobres no tienen recursos para financiar su seguridad.

Por primera vez en 17 años, en diciembre de 2015 la oposición logró mayoría en el Asamblea Nacional. Entre sus primeros acuerdos estuvo la liberación de presos políticos y la convocatoria de un referéndum revocatorio del actual presidente. Ninguna de estas iniciativas ha podido avanzar. El Ejecutivo las ha llevado al Tribunal Supremo, la instancia que debe dirimir los conflictos entre el Ejecutivo y el Legislativo y, en todos los casos, el tribunal, integrado por simpatizantes del régimen, ha dictaminado a favor del Ejecutivo.

Briseño argumenta que se ha llegado a esta situación a partir de malas decisiones de política económica, de debilitamiento y descrédito de las policías y de la fuerza pública, de politización de las instituciones del Estado y de la polarización de la sociedad, por mencionar algunas. Sin embargo, señala el autor, al final el caos venezolano es la resultante de la pérdida de institucionalidad, entendida esta como la ausencia de normas y reglas creíbles para ordenar la vida política, económica y social de los venezolanos. Las reglas pierden sentido cuando su aplicación es para unos y no para todos, cuando las llamadas instituciones democráticas son manipuladas para legitimar las decisiones del gobierno y cuando se suprimen de facto los cauces institucionales para la participación política. Cuando la certidumbre desaparece en todos los ámbitos de la vida nacional.

La reconstrucción del orden institucional implica un enorme esfuerzo refundacional por parte de la sociedad. Señala Briseño que, en el ámbito de la seguridad, los atenuantes a la violencia que vive Venezuela dependen ahora de los maestros, las madres de familia y la Iglesia, las tres instituciones sociales más fuertes del país, que viven en espera de un cambio político que permita reencauzar el orden institucional.

Especialista en temas de seguridad y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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