El 3 junio de 2018 está a la vista. Ese día los mexicanos vamos a definir en las urnas nuestro futuro como sociedad.

Cierto, la frase está gastada porque se utiliza en contiendas electorales sin esa trascendencia, ha perdido fuerza para provocar la reflexión sobre lo que significa y no despierta la conciencia necesaria para asumir el compromiso de participar en una decisión colectiva que impactará nuestras vidas. A pesar de esta incredulidad, debemos repetirla, esta vez sí está en juego el destino del país.

Las elecciones federales y las locales concurrentes del año próximo se encaminan a convertirse en el desenlace del proceso iniciado hace tres décadas por el que México se transformó profundamente.

Ha sido un cambio gradual. El modelo económico se adaptó a las exigencias de los cambios mundiales; a las transformaciones aceleradas que Z. Brzezinki identificó como la irrupción de La Era Tecnotrónica (1970); simplificada en lenguaje común con el término globalización.

Años después se produjo la transición a la democracia. Fue lenta, la insurgencia cívica derribó los contrafuertes del autoritarismo y mediante sucesivas reformas electorales, en 1997 se llegó a la meta. Ese año se realizaron elecciones que ya pudieron considerarse libres y democráticas y el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados. El broche de oro fue la alternancia del 2000.

Así fue como México se incorporó —muy tarde por cierto— a lo que S. Huntington llamó La Tercera Ola Democrática (1993); iniciada con la liquidación de las dictaduras en España, Portugal y Grecia, misma que barrió con los gorilatos sudamericanos y derribó al Muro de Berlín, símbolo del totalitario sistema comunista internacional.

Con esta doble reconversión económica y política, México desmontó el obsoleto modelo del nacionalismo revolucionario: estatista, cerrado, autoritario y corporativista. Ha sido una positiva obra de ingeniería sistémica, ejecutada con pluralismo partidario.

Pero, hay que decirlo, no ha sido perfecta, tiene contrahechuras graves. La supervivencia de poderes fácticos, monopolios, arreglos corruptos del viejo régimen y una arraigada cultura de abuso del poder han lastrado su potencial y pervertido sus objetivos.

Ahora produce frutos insuficientes y amargos: flaco crecimiento económico, desigualdad, fractura del Estado de Derecho, cínica rapiña de funcionarios públicos, inseguridad, regresiones autoritarias como las de Coahuila y el Estado de México, así como el espionaje sobre críticos y disidentes.

En este contexto, con justa razón, la mayoría de la población está insatisfecha e irritada. Reclama cambios, corrección de rumbo, rectificación del modelo. El estado de ánimo popular es propicio para que la demagogia coseche adeptos y lo está logrando con éxito. Promete regresar al pasado, reinstalar el paraíso nacional revolucionario bajo el mesiánico dominio de un ogro disfrazado de inofensiva oveja filantrópica.

La batalla crucial en estos 345 días será entre tres opciones: la regresiva: reinstalar el régimen postrevolucionario de los años treinta del siglo pasado; la conservadora del statu quo corrupto, hoy en el poder, la modernizadora: edificar un Estado democrático decente y consolidar una economía de mercado con justicia social.

Vista la delicada situación, es irresponsable reducir el momento histórico-político del país a un desfile de personalidades y peorsonalidades en la pasarela electoral.

Llevar a buen puerto las buenos cambios realizados, corregir errores, deshacer contrahechuras y diseñar nuevas estrategias para elevar el crecimiento económico sustentable y así lograr mejores niveles de vida para la mayoría de los mexicanos, requiere de un planteamiento estratégico-electoral que conjugue dos componentes: coalición de partidos dispuestos a sostener este programa y contingente ciudadano vertebrado con ellos. La candidatura presidencial debe nacer de este matrimonio modernizador, no antes. Debemos apurar el paso.

Presidente nacional del PAN (1999-2005).
@L_FBravoMena

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