En junio de 2008 se reformó la Constitución para establecer el entonces llamado nuevo sistema de justicia penal. Se pretendió que los juicios fueran orales y acusatorios. Era previsible que lo hasta entonces vivido, habría de transformarse. Los ministerios públicos deberían estar en igualdad con los abogados de la defensa. Las investigaciones preliminares serían vigiladas por un juez distinto al que sentenciaría el caso. Todos los elementos de la decisión final tendrían que desahogarse en una sola audiencia, verbal y pública. Para ajustar los cambios, se abrió un espacio de ocho años. En ese lapso se reformó la Constitución para darle mayor protección a los derechos humanos. Lo que habría de acontecer en el país en materia de procesos penales, se haría de manera distinta para satisfacer amplios y novedosos estándares internacionales y nacionales.

Para julio del 2011 se sabían los requerimientos procesales y sustantivos que teníamos enfrente; se conocían las condiciones de inseguridad pública, tanto que se había movilizado la última línea de defensa del Estado para combatir a la criminalidad; se sabía que los cuerpos policiacos tenían que ser capacitados para asegurar escenas de crimen, garantizar cadenas de custodia y actuar en audiencias; se sabía que los cuerpos periciales debían transformarse para cumplir tareas que nunca habían hecho o habían hecho mal; se sabía que los fiscales debían adquirir nuevas habilidades forenses para sostener y demostrar sus acusaciones, en vivo y bajo presión, más allá de toda duda razonable; se sabía que la legislación tenía que ser de altísima calidad para no ser ella misma causa de males; se sabía que era necesario ajustar los nuevos procesos penales al juicio de amparo.

Si todo esto era sabido y anticipable, ¿cómo se explican los cuestionamientos que hoy se hacen a un sistema que hasta hace poco se tenía, inclusive por muchos de sus actuales críticos, como remedio a carencias procesales, penales y hasta de seguridad? Sencillamente, porque a la hora de enfrentar clientelas, electorales y no electorales, es más sencillo señalar a los otros que ser autocríticos. No importa si el otro es el sistema mismo o sus agentes particulares. Lo único que parece importar es el inmediato traslado de las culpas.

En enero de 1993, la Agencia Internacional de Energía Atómica concluyó que el desastre de Chernobyl de 1986 se debió a dos factores: al mal diseño del reactor y a la pobre cultura operacional de los encargados de la planta. Toda proporción guardada, algo así sucede con la reforma penal. De una parte, el diseño legal del sistema es deficiente. El Código Nacional de Procedimientos Penales y las muchas leyes elaboradas para complementarlo (trata, secuestro, etc.), tienen lagunas y generan confusiones; la transitoriedad entre el viejo y el nuevo sistema no abarca los matices de la materia; la mala comprensión del amparo en los procesos orales (art. 173, B de la Ley, por ejemplo), desordena lo que debiera ser pacífico. La parte operativa es todavía peor. Poco se hizo para generar capacidades humanas. Se creyó que el cambio normativo produciría transformaciones. Hoy son pocos los que saben actuar en el sistema.

Estamos en un punto en el que apoyadores y detractores se limitan a sostener sus posiciones. Por ello, ya no digamos la autocrítica, sino ni siquiera el análisis de los temas, se está llevando a cabo. Los días corren, la inseguridad aumenta, las personas sufren más y no se ve un esfuerzo, concertado y técnico para enfrentar y remediar los males. Esto va a ser difícil de lograr si se continúa en la mera adjudicación de lo que no funciona del sistema, al sistema mismo, a sus normas o a sus operadores. Se extraña la discusión pública de lo que no está funcionando y las propuestas urgentes para ajustarlo, inclusive por parte de aquellos que hace años encabezaban entusiastamente el cambio que no acaba de llegar.

Ministro de la SCJN. Miembro de
El Colegio Nacional. @JRCossio

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