Desde su primera constitución como Estado independiente (1824), México optó por tener un sistema federal. Ese es el tipo de organización política que con breves interrupciones hemos tenido a lo largo de nuestra trayectoria constitucional. Sin embargo, debemos mencionar que en la mayor parte de nuestra historia, no hemos vivido un federalismo real. Y no lo hemos hecho, porque por muchos años tampoco hemos vivido una democracia constitucional real. Gobiernos autoritarios como el de Porfirio Díaz, o el del llamado sistema de partido hegemónico, hicieron que las normas constitucionales que nos hablan de la soberanía de las entidades federativas y de la autonomía de los municipios quedaran, por así decirlo, como “dormidas”.

Pero la transición democrática que llevó a la alternancia en el poder a nivel federal en el año 2000 cambió las condiciones bajo las cuales nuestro sistema federal había permanecido en su prolongado letargo. Uno de los efectos más evidentes de este cambio consistió en la emancipación que de pronto experimentaron los gobernadores de las entidades federativas respecto de la capacidad del Poder Ejecutivo federal para imponerles disciplina, en un contexto de falta de mecanismos jurídicos para garantizar la cohesión institucional a nivel del conjunto de todo, el Estado mexicano; y también de ausencia de controles internos legislativos y judiciales sobre los ejecutivos locales. Las nuevas circunstancias generaron, al menos, dos grandes problemas: primero, la falta de coordinación y el desorden en el desempeño y la provisión de muchas de las funciones y servicios públicos; y segundo, el ejercicio en buena medida ilimitado del poder por parte de muchos gobernadores.

La reacción de los poderes federales (Ejecutivo y Legislativo) ha consistido en introducir en la Constitución, de manera gradual pero consistente, una serie de normas que tienen el objetivo de garantizar la coordinación entre los distintos órdenes de gobierno de nuestro sistema federal, así como el de producir orden en el desempeño de las funciones públicas en relación con un buen número de materias. Nos referimos, entre otros, a los regímenes de “bases de coordinación”, “facultades concurrentes”, “sistemas nacionales”, “estándares o normas mínimas nacionales”. Pero debemos aclarar que las reformas que han llevado a la Constitución estos conceptos, se han dado más como respuestas inmediatas a problemas coyunturales (a veces de atención urgente), que a un diseño institucional conceptualmente coherente y con visión estratégica. Así, se ha ido construyendo de manera desordenada un modelo que algunos llaman de “federalismo cooperativo”, que no ha sido eficaz para resolver a cabalidad los dos problemas arriba apuntados. Es decir, sigue habiendo problemas de falta de cohesión y coordinación; y muchos gobernadores ejercen de manera incontrolada el poder.

Ahora bien, lo anterior ha sido motivo de preocupación por parte de académicos, políticos, periodistas y, en fin, de muchas personas interesadas en el análisis y la crítica de los asuntos públicos de nuestro país. A su vez, esto ha llevado a la organización de diversos foros de debate sobre la situación que vive actualmente nuestro sistema federal, así como sobre las posibles alternativas para reformarlo de manera tal que se pueda contribuir a resolver los problemas que actualmente acusa. Destacan entre esos foros los que habrán de organizar EL UNIVERSAL, el Senado de la República y diversas instituciones académicas del país, entre mayo y noviembre de 2016 (el programa de estos foros se puede ver en www.seminariofederalismoeluniversal.com).

En el foro que se realizó el día 25 de noviembre en el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, se planteó comenzar la discusión desde lo más básico: ¿por qué hemos tenido un sistema federal desde el inicio de nuestra historia como Estado independiente, y por qué lo hemos preservado, con breves interrupciones, hasta el presente?

En perspectiva histórica, se puede afirmar que las condiciones heredadas de la Nueva España, como la extensión del territorio y su diversidad geográfica, la organización territorial proveniente de la época colonial (como la creación de las llamadas “Intendencias” por parte de la reforma administrativa impulsada por el monarca español Carlos III en la segunda mitad del siglo XVIII); el surgimiento de economías regionales y de clases políticas locales, así como la voluntad de permanecer juntos una vez que se obtuvo la independencia de España, llevó al reclamo de esas clases políticas locales, primero, por tener autonomía política dentro de su ámbito territorial y después, por la adopción de la forma federal de Estado. Es bajo estas condiciones que se puede entender la aprobación del Acta Constitutiva de la Federación Mexicana (el 31 de enero de 1824) y posteriormente la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos (el 4 de octubre de 1824).

¿Pero qué justifica hoy día, en pleno siglo XXI, que las y los mexicanos sigamos viviendo bajo el esquema de un sistema federal?, ¿acaso debiéramos pensar en dar un giro histórico, y establecer en México un Estado unitario, como el que pretendieron instaurar las llamadas Siete Leyes Constitucionales de 1836?

En mi opinión, existen poderosas razones para seguir por la ruta de la opción federal. En primer lugar, existe una gran diversidad entre las distintas regiones del país. Diversidad de muchos tipos: geográfica, económica, cultural, estructural, social, así como en términos de desarrollo político. Esa diversidad exige que se den soluciones específicas y adecuadas a los problemas locales. En muchos ámbitos, las soluciones que provienen del poder público deben ser aptas y adecuadas a las circunstancias y condiciones específicas de cada uno de los ámbitos territoriales en que se divide el país.

Por otra parte, es un hecho que existe lo que algunos han llamado una “política territorial”. Es decir, existen arenas políticas locales con su propia historia, lógica, juego de intereses, patrones de conflictos y conciliación; existen clases políticas locales que compiten por  alcanzar y ejercer poder dentro de las entidades federativas, que a su vez se enlazan con otras arenas políticas locales y nacionales. En fin, existen ciudadanías locales que a pesar de las dificultades han ido construyendo espacios de participación democrática y de ejercicio de derechos políticos para elegir a sus gobernantes, tanto a nivel estatal como en el municipal.

Pero más allá de estas razones, veo en el sistema federal un potencial que no percibo en la opción de un sistema unitario para el caso de México. Me refiero al potencial para: A) Fortalecer y consolidar la democracia, propiciar la participación política y robustecer la rendición de cuentas; B) Incrementar la eficacia en el diseño e implementación de políticas públicas; y C) Hacer posible y vigorizar el control vertical del poder.

El sistema federal tiene el potencial para fortalecer y consolidar la democracia, porque al crear órdenes de gobierno cercanos a la población, genera el interés de la ciudadanía por participar para incidir en la designación de quienes habrán de tomar decisiones que les afectan en su vida cotidiana e inmediata. A la vez, con ello se puede robustecer la rendición de cuentas, con ciudadanos que eventualmente tomen conciencia del poder que tienen para premiar o castigar mediante su voto a los buenos o a los malos gobernantes.

Por otra parte, el sistema federal tiene el potencial de incrementar la eficacia en el diseño e implementación de  políticas públicas, porque ambos requieren de información obtenida y procesada “a nivel del terreno”: para ciertas materias, serán los órdenes de gobierno más cercanos a la población los únicos que tengan acceso a cierto tipo de información y datos, que les permitan tomar las mejores decisiones para resolver problemáticas específicas de las jurisdicciones territoriales que gobiernan.

Por último, el sistema federal tiene el potencial  de crear y vigorizar el control del poder. Recordemos que la separación de poderes y su efecto de hacer posible un control del poder (bajo la lógica de pesos y contrapesos), no tiene una dimensión exclusivamente “horizontal” (entre poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial), sino que también puede tener una dimensión “vertical”. En este sentido, tener gobiernos de entidades federativas y municipales fuertes tiene el potencial de generar un equilibrio en relación con el gobierno federal.

Pero debo reiterar que me he referido al potencial que tiene el sistema federal para México, y no a fenómenos o características que ya existan con plenitud en nuestro esquema de organización político-constitucional.  Para lograr que lo que se encuentra en potencia se convierta en acto, es necesario repensar el modelo de Estado federal que queremos y necesitamos.

Hablando de modelos, debemos decir que en los últimos 20 años hemos venido transitando de un modelo de “federalismo dual”, a un modelo que algunos llaman de “federalismo cooperativo” (también podría emplearse el concepto de “federalismo de integración”). El primero, tiene su base en el artículo 124 de la Constitución general, se basa en una lógica de facultades exclusivas, se asocia a un lenguaje de descentralización o devolución de competencias de la Federación a los estados (el artículo 124 no se refiere a los municipios) y emplea técnicas de organización jurídica tales como la fórmula de distribución de competencias del propio artículo 124 constitucional, o bien como los convenios de transferencia de competencias de la Federación a las entidades federativas, y de éstas a los municipios. Si nos atenemos a la lógica interna de este modelo, pensar la reforma del sistema federal implica preguntarnos, ¿cuáles competencias vamos a descentralizar y con qué instrumentos normativos lo vamos a hacer?

Por su parte, el modelo de “Federalismo cooperativo” al que hemos venido transitando tiene una lógica de facultades compartidas, emplea un lenguaje de coordinación, colaboración, concurrencia, armonización y homologación, y emplea técnicas de organización jurídica como los regímenes de bases de coordinación, de concurrencia, de cooperación, de estándares mínimos nacionales y de  sistemas nacionales. Desde la lógica de este modelo, pensar la reforma del sistema federal implica preguntar: ¿cuáles competencias se van a compartir, en qué medida y términos, y con cuáles instrumentos normativos?

Ahora bien, ¿cómo hemos transitado hacia ese modelo de Federalismo? Lo hemos hecho a través de reformas constitucionales realizadas en los últimos 20 años, mismas que han introducido en nuestra norma fundamental técnicas de organización normativa que bien pueden calificarse como “técnicas de integración jurídica”, como los son las arriba mencionadas y que para efectos de claridad aquí repito: los regímenes de bases de coordinación, de concurrencia, de cooperación, de estándares mínimos nacionales y de  sistemas nacionales.

Sin embargo, como ya hemos dicho, estas reformas han obedecido más bien a necesidades y demandas de carácter coyuntural. En muchas ocasiones han sido respuestas a cuestiones urgentes que requerían un tratamiento general por parte de los poderes federales. Si se analiza los debates legislativos y las exposiciones de motivos que han justificado estas reformas, en términos generales puede encontrarse un común denominador: ha habido falta de orden y ausencia de claridad en la definición de facultades, atribuciones y responsabilidades de los distintos órdenes de gobierno, lo cual se traduce en ineficacia de la acción pública en la materia correspondiente. Solución: dar al Congreso de la Unión facultades para expedir normas en esa materia, que establezcan la concurrencia o la coordinación entre los tres órdenes de gobierno.

En esta dinámica se ha dado la reforma a la fracción XXIX del artículo 73 de nuestra Constitución general. Como se sabe, este artículo es el que establece cuáles son las facultades del Congreso de la Unión, es decir, de la legislatura federal; y es también el más reformado de todos los artículos constitucionales. En la fecha en que este ensayo se escribe, se pueden contar 76 reformas al mismo. Por su parte, la fracción XXIX de dicho artículo ha ido creciendo en número de párrafos (XXIX-A, XXIX-B, XXIX-C, XXIX-D, y así hasta llegar al párrafo XXIX-W en la fecha en que este ensayo se escribe). Pues bien, muchas de estas reformas han otorgado al Congreso de la Unión facultades para expedir  las llamadas “leyes generales”, mismas que implican la posibilidad de la legislatura federal de incidir en los órdenes normativos locales, distribuyendo competencias a entidades federativas y municipios en relación con determinadas materias. Por sólo mencionar algunos ejemplos, así sucede hoy día en relación con asentamientos humanos, protección del medio ambiente y equilibrio ecológico, cultura física y deporte, turismo, pesca y acuacultura, fomento de la actividad de sociedades cooperativas, derechos de niñas, niños y adolescentes,  y partidos políticos, organismos y procesos electorales (lista a la que podríamos añadir las materias de educación y salud, que también están sujetas a un régimen de facultades concurrentes, pero se encuentran reguladas en otros artículos de la Constitución general).

Cabe señalar que los analistas, académicos y en general la opinión pública han percibido en estas reformas signos inequívocos de centralización. Lo anterior, en contraste con todos los programas de reforma al sistema federal que hemos tenido en México desde mediados de la década de los 90, cuyo propósito ha sido claramente descentralizar competencias de la Federación hacia los estados y los municipios. En otras palabras, desde el Programa para un Nuevo Federalismo 1995-2000, del presidente Zedillo, hasta el Programa Especial para un Auténtico Federalismo 2002-2006, de la administración de Vicente Fox, diversas declaraciones de la Conago y la Ley para la Reforma del Estado aprobada en 2007 por el Congreso de la Unión, se ha propuesto descentralizar. Pero en la realidad de la reforma constitucional (en los términos apuntados arriba), se han introducido en la Constitución regímenes que tienden a centralizar, lo cual no deja de ser una gran paradoja que habría que explicar.

Todo lo anterior nos obliga a mexicanas y mexicanos de hoy a repensar el sistema federal que necesitamos para el siglo XXI. Debemos construir un “traje a la medida” de acuerdo con las características y necesidades del país. Requerimos reflexionar sobre cuáles son las causas profundas que han llevado al poder reformador de la Constitución a construir un modelo de “Federalismo cooperativo” con sesgo centralizador como el descrito líneas arriba. Conocer las causas nos permitirá enfrentarlas y así revertir la tendencia a centralizar, lo cual es importante, porque un país como México no puede gobernarse con democracia y con eficacia centralizándolo todo. La centralización excesiva lleva a problemas de saturación y sobrecarga del gobierno central (y por ende a su ineficacia); genera también problemas de  distanciamiento entre gobernantes y gobernados, o bien de pérdida de visibilidad, de información, de comunicación y de responsabilidad en la relación entre centro y los demás componentes del arreglo federal (gobernantes y ciudadanos incluidos).

Es difícil generalizar en un país tan diverso como lo es México. Sin embargo, entre las causas que explican la forma en que ha evolucionado nuestro sistema federal en los últimos 20 años, se encuentran la falta de capacidad de gestión eficaz de los asuntos públicos y la ausencia de verdaderos y eficaces controles constitucionales a nivel de muchas entidades federativas y de la mayoría de los municipios. ¿Cómo generar estas capacidades y controles en estos componentes esenciales de nuestro sistema federal? He ahí el gran reto del sistema federal mexicano en el siglo XXI.


Investigador del IIJ-UNAM

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