En un estudio publicado por la ONG Oxfam, el economista Gerardo Esquivel ha arrojado nuevas luces sobre la dolorosa situación de desigualdad en la que vive la sociedad mexicana. Los datos son alarmantes y conocidos: la riqueza de los 4 millonarios más ricos de México representa el 9% del PIB. Y más de la mitad de la población (54.4%) permanece en pobreza.

En la raíz de esa desigualdad están muchos factores, pero el estudio apunta a uno que me parece especialmente relevante: la disparidad entre la educación pública y la privada. El análisis señala que, por ejemplo, 48% de las escuelas públicas carecen de acceso a drenaje, 31% carecen de agua potable, 12.8% no cuenta con baños o sanitarios y 11.2% no tienen acceso a energía eléctrica. Además, 6 de cada 10 escuelas de gobierno no brindan a sus estudiantes acceso a un equipo de cómputo que sirva y 8 de cada 10 estudiantes no tiene internet.

En estas condiciones dramáticas, millones de niños tratan de salir adelante cada año, sólo para toparse, al egresar de secundaria o preparatoria, con un mercado laboral que no tiene un lugar para ellos porque carecen de los conocimientos, habilidades y aptitudes que sí asimilan en la escuela los niños de estratos económicos más altos. La baja calidad educativa perpetua la desigualdad del ingreso.

Pensemos en esos niños que están concentrados, precisamente, en los estados con mayores niveles de pobreza de nuestro país: Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Michoacán. Y además de lo que señala Oxfam, encontraremos un dato todavía más indignante: sus profesores no acuden a darles clases porque están sumidos en un permanente conflicto político y social ante la posibilidad de perder lo que ellos consideran derechos elementales con la reforma educativa.

La paradoja es dolorosa e indignante: los niños más pobres, que son los que más necesitan de la educación como instrumento de ascenso social, son los que peor educación reciben. No sorprende que, como lo señala un estudio de la Fundación Espinosa Yglesias, los mexicanos que nacen en el 20% más pobre de la sociedad tiene casi nulas probabilidades de salir de ese nivel.

La única forma en la que México va a lograr superar esta dramática situación de desigualdad es reconstruyendo desde cero su sistema de educación pública. La reforma educativa es un muy buen punto de partida, ya que pone en el centro de su atención al estudiante y al docente. Otorga incentivos nuevos a la capacitación, la mejora en la calidad y la enseñanza en el aula. Permite a los profesores hacer una carrera magisterial basada en el mérito. Y destina recursos a la mejora de las escuelas y de los instrumentos de docencia.

¿Es perfecta la reforma educativa? Desde luego que no. Tiene muchas áreas de oportunidad que tendrán que irse detectando y ajustando con la práctica. Pero representa un esfuerzo colectivo que no debe naufragar: los intereses de una minoría no pueden pasar por encima de los de la inmensa mayoría de la sociedad.

En este esfuerzo, corresponde al gobierno federal mostrar liderazgo político y capacidad de decisión. Nadie va a venir a hacer por ellos la tarea de gobernar, la cual siempre implica decisiones difíciles.

El Congreso ha dotado a las autoridades federales de las herramientas para hacerla funcionar. La Suprema Corte ha negado los amparos interpuestos por la CNTE en contra de la evaluación obligatoria, ya no hay pretexto para suspenderla. La sociedad civil ha mostrado una y otra vez su respaldo al gobierno para que tome las decisiones que sean necesarias, a fin de salvar a los niños mexicanos del fracaso económico y del estancamiento social. En esta reforma no está en juego la popularidad de un grupo en el poder: se juega, literalmente, el futuro de México. Ya no hay pretextos. La reforma educativa tiene que salir adelante.

Diputado federal por el PAN.
@jglezmorfin

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