Independencia no es transparencia. Ahora es Nayarit. Pero lo nuevo no es la corrupción en los estados, sino la ola de gobernadores que pasan de la impunidad feudal al escarnio y la prisión. Aquí, la historia en breve.

La alternancia de partidos en el Ejecutivo federal a partir de 2000 provocó una desordenada fragmentación del poder que hasta entonces concentraba el presidente de la República. Lázaro Cárdenas perfiló en los años 30 del siglo pasado un sistema presidencial que rigió sobre los demás poderes apoyado en un partido dominante. Desde esta perspectiva, la transición democrática del 2000 no sólo fue producto de la construcción de un régimen de competencia electoral plena, sino que además terminó de hacer realidad la independencia de los poderes Legislativo y Judicial, así como la redistribución del poder político territorial en los estados de la República, conforme al sistema federal previsto en la Constitución.

Por décadas, el Ejecutivo mantuvo el control sobre aquellos poderes formalmente autónomos a través de un sistema electoral diseñado para reproducir el sistema de partido dominante, que a su vez generaba mayorías absolutas en las urnas y en los Congresos, en las que finalmente se sustentaba lo que llamamos ya en los ochenta el absolutismo presidencial. El modelo empezó a agotarse a partir de los cincuentas. Y 40 años de reformas político electorales, desde los sesenta hasta el despuntar de la década de los 90 del siglo anterior, llevaron la pluralidad al Congreso, hasta desembocar en la pérdida de las mayorías absolutas del Ejecutivo a partir de 1997.

En paralelo, la modernización de las actitudes públicas y las reformas democráticas de la década empezaron a llevar al poder de los estados a candidatos provenientes de partidos alternativos al dominante (Baja California, Chihuahua, Distrito Federal), hasta que finalmente, en 2000, ganó la Presidencia de la República un partido diferente del PRI, con el efecto de la referida fragmentación del poder y la autarquía feudalizante de los gobernadores estatales. . El cambio democrático liberó a los estados del férreo control presidencial, pero no lo sustituyó por sistemas de control democrático. Y la independencia conseguida por los poderes locales y sus detentadores no fue acompañada de la transparencia de su desempeño ni de una vigilancia efectiva de sus actos.

Vuelta de tuerca. De allí que en los primeros sexenios de la alternancia, la ilusión de un federalismo restaurado —producto de la recuperación por los estados de los poderes que en el antiguo régimen retenía el centralismo del poder presidencial— se desvaneció a favor del feudalismo de los gobernadores, o ‘feuderalismo’, como muy pronto se le identificó. Y es que muy pronto también se generalizaron los excesos de los gobiernos estatales, sin distinción de los partidos de los que provenían, como lo muestran los escándalos de hoy de Guerrero a Sonora y Nayarit y de Veracruz a Chihuahua y Quintana Roo.

Pero como lo sugiere la respuesta al diario español El País del nuevo gobernador de este último estado, Carlos Joaquín González (surgido de una coalición PAN/PRD) esta vez “en México está pasando algo nuevo, algo que no ocurría antes y es la vigilancia sobre los gobiernos locales”. Estamos ante “una ola de acciones contra la corrupción”, agrega Joaquín, surgida de la denuncia de abusos de poder que ahora provocan insurgencias electorales que a su vez desembocan en la alternancia de uno a otro partido en los gobiernos estatales, cuyos nuevos titulares actúan sin miramientos contra las transgresiones de sus antecesores.

Lo nuevo. En el plano preventivo se agrega una reforma federal en materia de disciplina fiscal para municipios y entidades federativas. Y, con todo, si la transición democrática devino en un principio abuso e impunidad en los estados, el nuevo estadio democrático ahora lo corrige con la implantación de nuevas actitudes cívicas que han conducido a un nuevo Sistema Nacional Anticorrupción.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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