Triángulo de hierro. En la antesala de la elección presidencial de 2018, los partidos que encabezan las campañas iniciadas ayer no sólo parecen dispuestos a convertir los resultados del Estado de México, Coahuila e incluso de Nayarit, en cartas anticipadas de triunfo para el año próximo. También se aprestan a hacer de estos procesos estatales, campos de prueba de balística con miras a la guerra por las presidenciales. Y esto acentuará las vulnerabilidades de nuestra democracia.

Aparte de los temas locales a ventilar, las campañas de este y el próximo año transcurrirán inevitablemente con el telón de fondo de los cambios radicales operados en las democracias ‘avanzadas’, frente al espejo de lo que ocurre en las democracias ‘subdesarrolladas’. Y allí están las campañas triunfales de Trump y el Brexit y los estragos que dejaron a su paso en la cultura política de sus países, así como el caos que no cesa desde los días siguientes de esas victorias. Y está también el caso de una democracia ya no vulnerable, sino vulnerada, la de Venezuela, cuya nueva crisis, junto a los desfiguros de cada día de Trump, son colocados por los medios en la agenda mexicana y consumidos como asuntos locales, con sus correspondientes efectos en las percepciones del potencial votante mexicano.

Cambios profundos en estas percepciones y opiniones políticas se han acelerado en estos años en México por factores internos y externos. Y éstos incidirán en los comportamientos electorales de 2017 y 2018. Pero no hay que olvidar que la construcción de estas percepciones y opiniones se realiza con los materiales surtidos por el viejo triángulo de hierro, como se ha llamado en Estados Unidos a ese complejo de poderes que aprisionan los procesos electorales en el mundo democrático: el dinero, los medios y las encuestas usadas para provocar fenómenos de band wagon: de adhesión o de ‘cargada’, decimos en México, a favor de los colocados a la cabeza por la industria de la opinión.

Lo que la transición trajo y se llevó. Han sido enormes las transformaciones políticas del país desde 1988, en que un sistema diseñado para procesar elecciones en un régimen de partido dominante fue rebasado por el reclamo de elecciones competitivas recibido de las urnas. A partir de allí se erigieron instituciones electorales confiables y se establecieron normas de equidad para las campañas. El resultado fue la transición a un sistema electoral competitivo con alternancia real de poderes.

Pero entre otros efectos indeseables, en estos 30 años se pasó de la construcción y la continua evolución de los nuevos órganos electorales, al intento de dinamitarlos de algunos competidores. Se transitó también de un impulso creador o transformador de partidos para la competencia, al desencanto en los propios partidos y al surgimiento de candidatos ‘independientes’ y de un movimiento organizado como partido pero con el objetivo, más que de competir, de eliminar a los demás. Además se elaboraron normas para someter al sistema mediático a los principios del nuevo sistema electoral, mientras los medios tradicionales cedían su centralidad al desbordamiento de las redes como nuevo sistema de comunicación, intimidación y dominio políticos.

Democracias vulnerables. Sí. Las vulnerabilidades de la democracia estadounidense abrieron el paso a una presidencia autoritaria, pero están a la vista las fortalezas del sistema: los frenos y contrapesos de los poderes Legislativo y Judicial y de los medios.

Sí. Los nuevos excesos del régimen venezolano terminaron de vulnerar al sistema democrático, pero llegó el contrapeso del Derecho y los organismos internacionales. Pero están por verse las reservas de la joven democracia mexicana ante las vulnerabilidades que dejan ver la cultura cívica de un sector de nuestro electorado, comparable en su fanatismo a los votantes de Trump, y la personalidad autoritaria —como la de Maduro— de algunos de los actores del reparto que escenificará las elecciones de este y el siguiente año.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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