Del Dolby al Capitolio. Habrá que ver si la señal de flexibilización hacia los migrantes enviada ayer por Trump supondrá la decisión de dar el giro, hasta ahora diferido, que va de la campaña electoral —necesariamente divisiva en todo el mundo, aunque esta vez sin precedentes en Estados Unidos— al ejercicio del gobierno, por lo general cohesivo, para lograr acuerdos que sustenten la gobernabilidad y la viabilidad de un programa.

Anoche llegó al Capitolio con una división que alcanzaba a legisladores de su propio partido y en guerra abierta con los medios. Y aunque la pifia final en la entrega de los ‘Oscar’ puso en segundo plano los mensajes lanzados desde el Teatro Dolby, no cabe duda de que se trató de un episodio más del escalamiento de la guerra declarada desde la campaña entre Trump y algunos de los grandes de la industria cultural. El hoy presidente incluyó entonces, en efecto, a algunos líderes del espectáculo en las élites del poder, para ponerlos en el blanco del odio de la derecha populista, junto a mexicanos, musulmanes y medios no afines, entre muchos otros.

El ruido que desató el ya famoso sobre equivocado con el premio a la mejor película pareció otro golpe de suerte del magnate, al grado de que, o no consideró necesario caerle a tuitazos a los protagonistas de las críticas, sátiras y parodias eslabonadas a lo largo de la premiación, o busca empezar a cerrar este frente.

Errores de febrero. Pero este silencio pudo deberse a la expectativa errónea de que esta gala sería recordada sólo por otro error de febrero: el muy publicitado de ‘cantar’ a La La Land como ganadora del premio correspondiente a Moonlight. Sólo que este incidente pertenece al rango de recordación de corto plazo, de esos que al poco tiempo dejan acaso imágenes borrosas de las que sólo los especialistas retienen los nombres y los hechos involucrados.

En cambio, las imágenes caricaturizadas o cuestionadas de los dichos y hechos de Trump, alojaron el domingo en cientos de millones de espectadores de EU y del resto del planeta, un cuerpo de mensajes críticos y paródicos (textuales, corporales, faciales) con efectos de mediano y largo plazos. Y vinieron a fortalecer la resistencia —estadounidense y global— en el frente de las guerras político culturales en que terminará dilucidándose el destino de la violenta reversa aplicada a su país y al mundo por Trump en los primeros 40 días de gobierno.

Rey feo o americano feo. Bien por los atendibles rechazos formales del mexicano Gael García Bernal al muro, y del iraní Asghard Farhadi a la prohibición de viajar a Estados Unidos a los habitantes de países con población musulmana mayoritaria. Pero los nuevos códigos dominantes estuvieron a cargo de un excelente guión, seguido con buenos reflejos por el conductor de tele Jimmy Kimmel, básicamente en clave de parodia. Ésta incluyó una referencia hilarante a la honda división impuesta por Trump a su país, y otra a la concitación al odio universal a Estados Unidos que ha provocado el discurso presidencial.

No ha faltado quien relacione este resurgido ánimo anti yanqui con los tiempos de El americano feo, el best seller de 1958 y su exitosa versión cinematográfica del mismo nombre, de 1963. Pero una diferencia importante radicaría en que aquellos pasajes se producían más en códigos de drama y violencia, como las representaciones del racismo persecutorio contra nuestros migrantes.

Pero hoy toman vuelo en paralelo los nuevos códigos basados en la función liberadora de la parodia, como lo muestran las escenas de carnavales que ayer concluyeron con Trump como Rey Feo, con sus imágenes y frases ridiculizadas lo mismo en la tele de su país que en las calles de Río, Colonia o Mazatlán. Quizás Trump llevó anoche al Congreso su plan de multiplicar presupuestos militares para ganar guerras mortales, pero todo indica que va a la derrota en las guerras culturales, como las que contribuyeron a echar de la Casa Blanca a Nixon en 1974 y a bloquear la reelección de Johnson en 1968.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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