El final de la década de 1980 y la de 1990 se caracterizaron por el surgimiento de la globalización: la apertura de los mercados, los avances en telecomunicaciones, la migración y el reconocimiento de la interdependencia fueron los motores que la alimentaron. El fenómeno dio la impresión de ser un punto de inflexión.

La globalización llegó como una gran promesa, la posibilidad de integrar las economías emergentes al mundo desarrollado, elevar el nivel de vida y la idea de un crecimiento ilimitado.

Sin embargo, al paso de los años la promesa pareció no haber cumplido con las expectativas que se tenían sobre ella: los últimos años han sido los de mayor concentración de la riqueza en pocos como ha señalado Thomas Piketty, movimientos migratorios poco controlados, mayores riesgos en seguridad, salud y ambientales.

La sociedad frente a la globalización pasó de la oportunidad a la convivencia con el riesgo y la convivencia con el riesgo la llevó a sentirse amenazada como ha señalado Ulrich Bech.

Lo anterior ha tenido como consecuencia el desencanto en distintos países y sectores de la población. La reacción en varios países ha sido la de refugiarse en nacionalismos que prometen solucionar los problemas que los aquejan.

Estos nacionalismos emergentes han generado discursos que culpan a los valores de la globalización como causantes del fracaso, de la falta de crecimiento de la economía, la escasez en fuentes de trabajo y la falta de una perspectiva optimista sobre el futuro. Sostienen que cerrando sus fronteras, dando la espalda a la cooperación multilateral y generando un sentido de división van a resolver los problemas que aquejan a sus sociedades.

Muchas amenazas actuales son superiores a lo que pueden resolver los países aislados. Baste mencionar el calentamiento global, el terrorismo, las pandemias y los movimientos migratorios violentos como ejemplos de lo que solo puede ser enfrentado a través de la cooperación multilateral.

Los riesgos actuales son los más complejos que ha tenido la humanidad en su historia, las vías para enfrentarlos no pueden ser simples o reduccionistas, requieren de una visión flexible, de largo alcance, capaz de comprenderlos en su verdadera dimensión.

En el caso indeseable de que algunas de estas amenazas se conviertan en problemas reales, los países por necesidad deberán pedir ayuda a aliados de los que quizás se hayan distanciado de manera poco razonable.

En ese sentido, lo que ocurre con los nacionalismos emergentes es que niegan la realidad, no aceptan que las amenazas globales no desaparecerán por encerrarse, inclusive aumentarán y tendrán mayores costos de solución. Bajo su óptica la solución a los problemas que viven sus sociedades debe concentrarse en una visión localista que atienda los problemas urgentes, sin considerar que muchos de esos problemas son consecuencias —no causas— en el escenario mundial.

El riesgo mayor de los nacionalismos emergentes es la decisión de buscar soluciones por vías de división y no de solidaridad, riesgo similar al que ha llevado en otros momentos de la historia a conflictos bélicos de escala global.

Los nacionalismos emergentes presentan salidas falsas al sostener que los riesgos más relevantes para las sociedades que pretenden proteger se encuentran allende sus fronteras, que cerrándolas los pueden aislar, cuando en realidad son mucho más grandes de lo que un solo país puede enfrentar.

Rector general de la Universidad Panamericana-IPADE.

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