Me dijo: a veces siento el impulso de tomar algunas mudas e irme, y nunca regresar; ser otro en otro sitio, lavar mi pasado, derrumbar todos los puentes. Estábamos en una cantina; él digería una derrota financiera que le había robado el optimismo ciego de la juventud y que medía varios millones. Fue el primer día en que encontró justificada la desconfianza hacia su padre, desconfianza gestada poco a poco y en contra de todos sus deseos. Huérfano de madre, todavía tenía muchas razones para quedarse; no obstante, imaginé lo liberador que sería para él huir del costo que conlleva tener cosas y familia y amistades, salir caminando de la propia vida como si fuera la de un extraño para no volver jamás.

Paulatinamente se alejó de todos. No es que dejara de asistir a las reuniones, sólo participaba en ellas desde un sitio más lejano cada vez. Seguía siendo el amigo cariñoso de mi infancia, pero ya nunca hablaba de sí: se limitaba a preguntarnos por nosotros y a asentir como si pensara algo indecible.

Nadie sabe exactamente cuándo se fue. Un día faltó al dominó de los martes, otro a la oficina, otro nos llamó su padre para preguntar si sabíamos dónde estaba, pues no había ido a la comida de los jueves. Su casa estaba intocada. No había indicio alguno de comunicación o drama.

Me gusta imaginarlo en un lugar ajeno. Se dedica a algo sin gloria que no había hecho nunca, es otra persona. No regresará y su mente procura la paz: por eso no nos recuerda.

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