La innovación de la democracia consistió en empoderar equitativamente a todos. Cuando menos en teoría, la voz de cada persona debería pesar lo mismo al elegir el rumbo de nuestras sociedades. Pues bien: pasados más de doscientos años luego de refundar el mundo con el experimento gringo, nos hemos tomado muy a pecho esta idea, que ha permeado otros ámbitos de nuestra cultura, y ahora nos corroe un precepto de igualdad pernicioso y totalitario.

Ya son legión, por ejemplo, las madres que demandan que a los críos hay que darles pecho compulsivamente hasta que se gradúen de preparatoria, u homeopatía en lugar de medicinas alópatas. En varios países progresistas las autoridades de salubridad temen el regreso de enfermedades infecciosa (como la poliomielitis) gracias a que las madres de las nuevas generaciones evitan la vacunación: creen que a ella se debe el incremento del autismo. ¿Y qué dicen sus doctores? ¿Qué opinan los científicos con su arsenal de estudios? No importa lo que digan esos señores ni sus papelitos, porque la opinión de todos cuenta lo mismo.

La idea (sana, popular, justa) de que todos valemos lo mismo como ciudadanos, ha invadido como un cáncer otras áreas. Así, hoy muchos catalogan como métodos legítimos para conocer la realidad tanto a la adivinación de cartas como a la ciencia dura, y la opinión de una madre o padre sobre si se debe vacunar infantes equivale a la de un doctor o científico. Esta opinocracia ha llegado a un grado tal que, si uno se atreve, en medio de una reunión casual, a emitir un juicio de valor negativo sobre la idea del otro, queda como intolerante y conservador. (En este tiempo de supuesta libertad, en que la gente se llena la boca con idioteces irresponsables leídas en Facebook, se puede opinar de todo excepto que lo que está diciendo el de enfrente es una idiotez.) Y el problema, me parece, no es que la gente tenga una opinión al respecto de diversos temas, sino la soberbia furiosa con que cierto ejército de ignorantes desestima a la autoridad, no reconoce sus propias limitaciones y se arroga las capacidades del especialista.

Como resultado, este tumor que busca democratizarlo todo ha logrado difuminar las jerarquías, tan útiles para navegar en un mundo que no podemos conocer íntegramente. También ha popularizado una serie de ideas epidérmicas y falsas, de cuyas consecuencias no podemos salir impunes. Peor aún, podemos esperar a que esta estupidez colectiva continúe creciendo: está bien nutrida con sus hordas de ignorantes, que maman de las redes sociales, tal y como si fueran las Sagradas Escrituras, notas de ocasión escritas por becarios.

Desde luego que todos tenemos derecho a una opinión, así sea infundada. Incluso debemos respetar el derecho de todos a equivocarnos, aunque sea de la forma más zoquete. Pero, por favor, ya no exageren.

@caldodeiguana

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