Ante la realidad implacable que ha llevado al Estado mexicano a una situación de debilidad extrema, el lunes el presidente Peña Nieto recurrió, parecería que como último recurso de defensa, a “pintar su raya”: la reforma educativa no se reforma ni se negocia, porque es ley; de hecho ninguna ley se negocia. Echó mano de lo que por definición es el soporte básico de toda democracia, el Estado de derecho. Él juró “...cumplir y hacer cumplir las leyes”.

La aprobación del presidente Peña está en el suelo (35%), al igual que la de su gabinete, pero también la del Congreso, jueces y magistrados, policías, y prácticamente todos los elementos del poder público. Peor aún, una parte sustancial de la ciudadanía (42%) no le cree “nada” al Presidente, ni a muchas otras autoridades. Varios gobernadores, entre otros políticos, se hunden en el lodo de la realidad que crearon, con la “concurrencia” del gobierno federal.

Lo más grave es que a esto se suma a la evidencia de la incapacidad del gobierno para usar de manera efectiva la información y la inteligencia políticas, y en su caso la fuerza pública, como instrumentos legítimos para preservar la gobernabilidad, la paz social, y el Estado de derecho. Por una parte, en materia de combate a la delincuencia y al crimen organizado, la evaluación más generosa sería que hay un empate entre gobierno y criminales. Además, por otra parte, se registra una secuela de pifias operativas para controlar vandalismo, bloqueos, secuestros, extorsiones y demás, lo que erosiona el concepto de que con el gobierno no se “juega”, porque cuenta con los recursos para hacer que se cumpla la ley e imponer el orden democrático.

Ahora que el enfrentamiento en Nochixtlán desnudó que lo que priva en Oaxaca es el actuar de la guerrilla (movimientos antisistémicos violentos), las reglas para gobernar cambiaron. Entre los ocho muertos de Nochixtlán, ninguno era maestro y sólo dos locales del lugar. El asunto no es la CNTE contra la reforma educativa, sino lidiar con “la guerrilla” disfrazada de CNTE. Esa es la tarea para el presidente Peña, con la Secretaría de Gobernación como eje de su estrategia.

El renovado énfasis en respetar los derechos humanos no debe convertirse en México en causal para que el Estado no cumpla sus obligaciones, como no ha sucedido en otros países (Francia, España, Chile). Ya no se legisló a tiempo en materia del uso legítimo de la fuerza pública. Esa gran omisión deberá subsanarse de inmediato con protocolos, precisiones y convenciones públicas que cuenten con la sanción de las múltiples instancias de derechos humanos y justicia, nacionales e internacionales. La guerrilla se disfraza de movimientos sociales, de ONG’s (algunas auspiciadas por gobiernos estatales), y de lo que le sirva para moverse con un disfraz social.

La ley no se negocia, pero ninguna, en ningún caso, y para nadie. Desde los franeleros, los tianguis, las concentraciones públicas, el bloqueo de vialidades y carreteras, pasando por las licitaciones de obra pública, el fraude y la estafa (¿cómo ve usted los desalojos en Tulum?) ¿Cómo puede mantener la gobernabilidad un gobierno impopular, con diversas incapacidades operativas, alejado de la gente, basado en un federalismo disfuncional, que recurre ocasional y erráticamente al uso legítimo de la fuerza pública, al cual denigran turbas, organizaciones no gubernamentales y empresariales, al cual no respetan quienes infringen la ley, al cual la mayoría no le cree, y en el que la mayoría no confía?

Sólo con la ley en la mano. La prioridad del gobierno debería ser reconstruir credibilidad por medio de aplicar la ley a todos, en toda circunstancia, y en todo momento.

Economista

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