Cuando se acerca un aniversario más del inicio de la primera guerra mundial, en agosto de 1914, al recordar que nadie la esperaba y que surgió de manera “accidental”, a partir de un asesinato político, uno se pone a temer que en agosto de 2017, o en otro momento, ocurra algo equivalente. Veamos: el asesinato del heredero del imperio austro-húngaro, el archiduque Ferdinando, en Sarajevo, convenció a Viena que había llegado el momento de castigar al “Estado-bandido” serbio; una gran potencia contra una pequeña, pero una pequeña apoyada por otra gran potencia, el imperio ruso. Rusia decidió que no podía abandonar a Serbia, Alemania que tenía que apoyar a Austria, Francia que debía seguir al aliado ruso… Todos marcharon, como ciegos, al abismo.

Hoy tenemos un “Estado bandido”, potencia pequeña pero nuclear, Corea del Norte, hasta ahora sostenida por una gran potencia, China, y en tensión creciente con otra gran potencia, Estados Unidos, comprometidos a defender a Japón y Corea del Sur contra una eventual y posible agresión por parte de Corea del Norte. La mesa está servida…

Yo tenía escasos ocho años cuando empezó la guerra de Corea, en junio de 1950, justo antes de mis vacaciones de verano; recuerdo los carteles del partido comunista francés, representando al inconfundible general MacArthur apuñalando por la espalda a la mujer que simbolizaba a Corea del Norte; me impactó terriblemente la visión, en el noticiero del cine, de un bebe coreano, desnudo, llorando en los escombros: alimentó mis pesadillas durante varios años. Esa guerra no ha terminado. En 1953 se firmó un armisticio, nunca llegó el tratado de paz, de modo que, formalmente, la guerra sigue 64 años después. La novedad es que el nieto del fundador de la dinastía norcoreana, el joven Kim Jong un, persigue con determinación la elaboración de armas nucleares y de los misiles capaces de llevarlas, más allá de Corea del Sur y Japón, hasta la costa pacífica de EU.

El problema es que tiene ahora enfrente al presidente Donald Trump, el hombre que afirmó: “Vamos a empezar a ganar las guerras otra vez”, antes de que Kim Jong un volviera a probar su bomba y sus misiles; cuando lo hizo, Trump declaró que eso presentaba “una amenaza urgente a la seguridad nacional y la mayor prioridad de nuestra política exterior”. Palabras apoyadas, por el envío de un portaviones nuclear y sus escoltas hacia Corea. A fines de abril, Trump advirtió del riesgo de “un gran, gran conflicto” y su secretario de Estado, Rex Tillerson, dijo que “el riesgo de ataque nuclear a Seúl (capital de Corea del Sur) es real”. Pidió al Consejo de Seguridad de la ONU, y a China, actuar para evitar unas “consecuencias catastróficas”. Están reunidos todos los elementos que se combinaron en 1914 en Europa, y en 1953 en Asia, para un conflicto mayor. La única novedad es el riesgo nuclear, aunque en su tiempo el general MacArthur había propuesto lanzar bombas atómicas.

Kim no se ha dejado intimidar, es más, redobla el paso en la producción de bombas y de misiles de largo alcance, incluso desde submarino nuclear. Sus misiles ya pueden alcanzar las bases militares estadounidenses en Japón; su artillería, sin necesidad de emplear el arma nuclear, puede arrasar a la ciudad de Seúl. A China le gustaría calmar el juego y apaciguar a su peligroso protegido, pero no sabe cómo; castigarlo económicamente podría provocar una crisis seria y llevar el régimen a la quiebra, con imprevisibles consecuencias: Kim podría optar por la huida hacia adelante o, como Sansón, perecer matando al adversario; el derrumbe podría lanzar millones de refugiados a China y culminar con una reunificación de la península bajo la batuta de Seúl, el aliado de Washington. Beijing ha de pensar en el final de la Alemania oriental y en la reunificación alemana seguida de la entrada a la OTAN. ¿Qué hacer? La perplejidad es general y el riesgo de un paso en falso, mayor.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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