Son las palabras de unos sobrevivientes de la siniestra cárcel de Saídnaya, 30 kilómetros al norte de Damasco, en Siria. Hace años que lo que pasa en Siria rebasa nuestras posibilidades lingüísticas y nuestro entendimiento. Lo confirmó el informe de Amnesty International publicado el 7 de febrero, Human Slaughterhouse. Mass Hangings and Extermination at Saydnaya Prison, Syria,2017 (www.amnesty.org). Miles de personas han sido torturadas y colgadas en aquel “rastro humano”, entre 2011 y 2015. Según la misma fuente, la situación no ha cambiado. En 1980 se publicó el libro, Siria, el Estado de barbarie, de Michel Seurat, investigador francés, secuestrado y desaparecido por los servicios del presidente Hafez el Assad, padre del actual presidente Bashar el Assad; en aquel lejano entonces, la cárcel de Saídnaya ya funcionaba.

La tortura era ya una práctica común y corriente, no para conseguir confesiones, sino como método de intimidación, castigo y degradación. En 2014 conocimos el Expediente César que lleva el nombre del fotógrafo que logró sacarlo de Siria: 55 mil fotos de 6 mil 700 presos muertos de hambre, enfermedad, tormento en las cárceles del gobierno sirio, entre 2011 y 2013. Decía, visualmente, lo que documenta ahora Amnesty. Abu Muhamad, quien fue guardia en Saídnaya, certifica que esa cárcel “es el fin de la vida, el fin de la humanidad”. Lynn Maaluf, directora adjunta de Amnesty en Beirut analiza que los horrores descritos en el informe revelan una campaña autorizada al más alto nivel del gobierno sirio, para aplastar toda forma de disidencia en el seno de la población”.

En esa cárcel, se encuentran en permanencia entre 10 mil y 20 mil detenidos. Es algo como el microcosmos de Siria, hasta con el hecho de que el régimen liberó a los islamistas para que destruyan a los que iniciaron la revolución en 2011. Los presos, civiles en su mayoría, sospechosos de no estar de acuerdo con el régimen, son juzgados en dos o tres minutos por un tribunal militar que opera (como las troikas soviéticas en los años del terror) sin abogado defensor. Cada semana, generalmente lunes y miércoles, a medianoche, entre 20 y 50 condenados morían colgados. Muchos murieron (¿mueren?) por falta de alimentos, agua, medicina o a consecuencia de violencias sádicas y degradantes: “Ordenaban a todos los presos desnudarse y entrar, uno por uno, en el baño. Luego escogían uno entre los adolescentes, delicado, hermoso, joven; después ordenaban al preso más fuerte violarlo”.

En conclusión, el informe pregunta: ”¿Qué falta para que reaccione la comunidad internacional? El mundo ha sido testigo del bombardeo implacable de las zonas civiles, de las desapariciones masivas, de los sitios de ciudades que provocan la hambruna, del uso sistemático de la tortura. El informe presenta las pruebas de ejecuciones sumarias masivas y de una política de extermino de los presos”.

A esas alturas, los muertos ya no significan nada. Han contabilizado 290 mil. Tampoco significan algo los millones de desplazados, los millones de refugiados que tuvieron que salir de su país. La emoción mediática suscitada por el video del niño de cinco años, Umran Daqneesh, sentado en una ambulancia, limpiando su cara ensangrentada y cubierta de cemento, no ha durado más que la provocada un año antes, en 2015, por la foto del cadáver del pequeño Aylan Kurdi, sobre la arena de una playa turca. Así va el mundo, y no es un consuelo saber que, en Siria, todos los bandos nacionales e internacionales cometen crímenes contra la humanidad. Y en Yemen, y en Irak también, y en muchos lugares, como el Congo, también. La impotencia del Derecho Internacional es igual a la nuestra. Con razón, Ben Taub se pregunta: “¿Hay alguien en Siria que tema al Derecho Internacional?” (New Yorker Today del 31 de agosto 2016).

Investigador del CIDE.
jean.meyer@ cide.edu

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