En los últimos quince días hice dos experiencias terriblemente contrastadas. Estuve en Armenia para la liturgia de beatificación de los mártires, los un millón 500 mil armenios víctimas del genocidio que empezó en abril de 1915; la ceremonia fue de una belleza visual extraordinaria, como se puede ver en Youtube, y también de una gran belleza auditiva: Tanto el coro masculino y femenino, como los celebrantes nos transportaban a otra esfera. Unos días después, asistí a una misa en el día noveno de la muerte de una amiga, en una iglesia católica de la ciudad de México, y, una vez más, me dolió la parte musical de la celebración: Dos guitarras, una cantante que no dejaba que uno pudiese concentrarse ni un minuto, ni a la hora de la comunión, bajo una tonada y unas palabras dignas de telenovela o de fiesta de quinceañera. ¿Cómo es posible que la Iglesia Católica haya tirado a la basura dos mil años de tesoros musicales?

Me acordé, una vez más, de la indignación de Antonio Alatorre, apasionado de la música y cantante de villancicos: “No le perdonaré nunca a la Iglesia haber eliminado el canto gregoriano de la misa”. Nuestro gran compositor, Mario Lavista, autor de misas y réquiem deplora lo mismo. Hace años que cundió la epidemia, pero ya se eliminó totalmente la música sacra de la práctica religiosa. Quién quiere escuchar esa música lo hace en sala de conciertos, en Radio UNAM, Opus 94, en su casa. Hace mucho que me indigna la situación; no me atrevía a decirlo, por temor a pasar por reaccionario o elitista, pero el contraste abismal entre la ceremonia de la Iglesia Armenia en Echmiazdin y la misa de México, me obliga a gritar. Puede que no haya nadie entre el clero y los seglares capaz de tocar y cantar un réquiem, pero, dado que en muchas iglesias ponen discos (igualmente vomitivos), bien hubieran podido pasar el réquiem de Ockeghem, Mozart, Campra, o de los modernos Benjamín Britten, Arvo Pärt, Mario Lavista. O un extracto de la misa de los muertos de Marc-Antoine Charpentier, o de los fabulosos compositores de la Nueva España de los siglos XVII y XVIII. Para no remontar a los cantos gregorianos, que los hay y de sobra para cualquier momento de la vida religiosa.

¿Por qué, en Semana Santa, no tocar y cantar alguna de las pasiones de Juan Sebastián Bach? ¿Un protestante? Y qué, si escribió misas católicas, si sus cantatas dominicales nos llenan de alegría, como las obras de Händel. Tenemos también a nuestra disposición el inagotable tesoro religioso oriental y ortodoxo, la “divina liturgia de San Juan Crisóstomo”, sin instrumentos, pura música vocal, o el canto religioso maronita. Arvo Pärt, estonio y ortodoxo, nuestro contemporáneo, compuso una Pasión según San Juan, y también una misa, tan es cierto que la música, el arte no sabe de los pleitos entre las Iglesias cristianas.

¿Qué eso de ser culterano? A poco cree usted que eso es “alta cultura” y que apreciarla es despreciar al “pueblo”… Despreciar al pueblo es darle a escuchar en misa eso que ni música es. Además, según entiendo yo, música sacra es también la tradición del gospel song, del negro spiritual ¡Qué no daría para escuchar Louis Armstrong o Marian Anderson cantar en nuestros templos Go down, Moses, let my people go! Música sacra, la de nuestros danzantes: “Estrella del Oriente, que nos dio su santa luz, estrella del oriente nos enseña el camino de la cruz”. Y se me olvidaba el gran, el genial músico de jazz, el saxo John Coltrane, el místico Coltrane que tiene su iglesia en Nueva York y que podemos venerar como un santo. Que toquen en nuestros templos A love supreme, a love supreme…

“La belleza salvará al mundo”, hace decir Fiodor Dostoievsky al príncipe Myshkin, en El idiota. Espero que al renunciar a la belleza, la Iglesia católica no renuncie a salvar al mundo. Espero que su renuncia sea momentánea, nada más.

Investigador del CIDE.
jean.meyer@cide.edu

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