La abdicación es la renuncia efectuada por un monarca a continuar el desempeño de su corona. Es un acto irrevocable y absoluto. Cesan sus funciones y, por ende, su autoridad. Se abre la sucesión.

Tal parece que eso ocurre ya en la República. Sin haber llegado siquiera a la mitad del camino, el gobernante en turno entrega, en los hechos, los bártulos de su mandato a otro operador.

Eso sugiere la unción de Manlio Fabio Beltrones al frente del partido oficial. Es reconocerle habilidades de las que carecen en la casa grande. Es conferirle poderes metaconstitucionales. Es sucumbir ante la cruda y dura realidad, esa que no quisieron ver a tiempo. Es agotarlo todo en un solo relevo.

Juraron no dejarlo pasar. Claro que le aplaudieron el triunfo y rescate para el PRI en Sonora, cual si él hubiera estado en la boleta. Y exaltaron su habilidad para procesar las reformas estructurales en el Congreso, sí, las mismas reformas que ellos antes rechazaron por pura mezquindad y cálculo político.

En su coronación, simulan convocatorias, procesos, plazos, documentos, bases, pronunciamientos, fórmula paritaria y un sin fin de rituales para llegar al punto final y de partida único: la decisión unipersonal e inapelable de quien encarna letra y espíritu estatutario (el primer priísta del país, faltaba más).

El paquete les quedó grande. Entregar la estafeta a medio camino al más hábil operador de su partido, aunque no forme parte del selecto grupo de Palacio, significa la abdicación al ejercicio pleno del poder y el banderazo de la carrera sucesoria.

Todo se les juntó: la lenta marcha de la economía; las crisis en materia de seguridad pública; los brotes de ingobernabilidad; los escándalos de corrupción; el crecimiento de la pobreza. Es también la soberbia y el desprecio a la opinión pública y publicada; a las redes sociales; al gobernado, pues. Es vencer y no convencer. Los índices de popularidad de quien abdica van en sentido inverso de la multimillonaria inversión en propaganda e imagen. Las cuentas, simplemente, no les salieron.

Manlio ha dicho que su mente no está puesta en el 2018. Pero su corazón sí. Ahí ha estado siempre. Y esperó. Aguardó a que las cosas se dieran sin buscarlas. Fueron por él. Han trasladado buena parte del despacho de gobierno hacia Insurgentes Norte. Lo saben propios y extraños. Baraja nueva en la política mexicana.

Nadie en su sano juicio puede desear el fracaso del Presidente, sea del partido que sea. En un régimen como el nuestro, los poderes formales y de facto que posee el Ejecutivo federal son enormes. Sus acciones u omisiones tienen repercusiones trascendentales. Necesita un buen equipo y saber tomar decisiones. Como dijo el propio Beltrones, se acabó la sana distancia. Vaya que sí.

Algunos ven la designación del sonorense como una audacia de Peña Nieto, como una manera de garantizar mando y rumbo. Para muchos, empero, es la abdicación de funciones propias. Es la transmisión del poder político. Es ponerlo ya en primera línea sucesoria.

Como en las monarquías modernas, todo indica que con la llegada de Manlio al PRI tendremos en funciones a un jefe de Estado y, en paralelo, a un jefe de gobierno. Al tiempo.

Senador del PAN

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