“La vida de todos”, escribió Pablo Soler Frost en un verso, “se la lleva el cine”. Aunque en La leyenda del santo bebedor el indigente Andreas decide pasar una tarde en un salón cinematográfico, donde se encuentra con el gran futbolista Kanjiak, que había sido su compañero de escuela en Olschowice, Joseph Roth recelaba del cinematógrafo y en diversos artículos lo advertía como una amenaza. Como me lo ha recordado recientemente Guillermo Santos, en una carta destinada a Stefan Zweig, Roth escribió que “el cine no es sólo una aparición personal. Puede hacer felices a los hombres; también el diablo los hace a veces felices. Mi convencimiento inquebrantablemente es que el diablo se manifiesta en la sombra casi viviente. El verdadero Satán es la sombra que actúa e incluso habla de ella misma. Con el cine empieza el siglo XX, es decir, el preludio del fin del mundo. Haga el favor de no menospreciarlo. Teléfono, avión, radio, no son nada ante el hecho de que se ha desatado la sombra de los hombres”.

A pesar de que Thomas Alva Edison y los hermanos Lumière, creyentes del progreso, sólo se habían propuesto reproducir algo de eso que muchos llaman “realidad” por medio de fotografías animadas que se proyectaban en la pantalla de un teatro, en El cine y su público, Emilio García Riera sugería que las imágenes cinematográficas tenían un evidente parentesco con las imágenes oníricas, que terminaron por conferirle una forma ficticia al sueño y el deseo.

No fue el prestidigitador Georges Méliès el primer creador de ilusiones cinematográficas, que pudieron empezar a confundirse con las del espectador, el cual, en no pocas ocasiones, ha hallado en lo que Egon Erwin Kisch consideró una Fábrica de Sueños, un entretenimiento, un consuelo, un ejemplo, una educación sentimental e incluso un sucedáneo de la vida.

Dos años después de que se consumara la primera película sonora mexicana, Más fuerte que el deber, de Raphael J. Sevilla, se filmó uno de los seis films que se rodaron en 1932: El espectador impertinente, de Arcady Boytler y Raphael J. Sevilla, con Anita Ruamora y Arcady Boytler. García Riera refiere en la Historia documental del cine mexicano que, según relato de Sevilla, ese film perdido de 45 minutos se desarrollaba de la siguiente forma: “En la pantalla, una joven toca el piano. Desde un palco oscuro del cine, un borracho grita: ‘¡Mamarracho, lo hago mejor yo!’ Ella (desde la pantalla) responde: ‘Bueno, ¿por qué no lo haces tú?’ (El público, mientras tanto, protesta violentamente, como es natural.) El borracho sale de la platea y, de pronto, aparece en la pantalla. Pelea con la muchacha, la domina y termina bailando con ella, porque, según dice la canción que interpretan, ‘quieren ir al hotel Regis a coctelear’”.

Décadas despúes, en La rosa púrpura de El Cairo, Woody Allen refería la historia de un personaje cinematográfico que interrumpe su diálogo diario para hablarle a una espectadora cotidiana de un cine de barrio de Brooklyn, que todos los días recientes ha visto esa misma película, para invitarla a que conozca el devenir de la pantalla.

Ser espectador puede resultar peligroso como lo supieron aquellos que en el Grand Café del Boulevard des Capucines, en París, corrieron para huir de la locomotora que amenazaba con atropellarlos desde la pantalla o los 200 curiosos parisienses, miembros de la “mejor sociedad”, que murieron en el incendio del Bazar de la Charité durante una exhibición de los hermanos Lumière. Decenios después, se ignora cuántos espectadores murieron en el incendio de la antigua Cineteca Nacional, en la esquina de la Calzada de Tlalpan y Río Churubusco, en el Distrito Federal.

Pero los espectadores también pueden ser peligrosos. Lo sabían dos de ellos: Adolf Hitler y Josef Stalin, que se conmovían con Lo que el viento se llevó, que se propusieron vigilar y castigar películas posibles, someterlas a la tutela del Estado, imponer la censura con severidad y crear un género cinematográfico peculiar derivado del adoctrinamiento. No han sido los únicos; aun cuando Samuel Goldwyn decía: “Escríbeme una buena comedia; si quieres mandar un mensaje, vete a Western Union”, el Código Hays ensayó su forma en Holywood y anexas. Como lo advertía Emilio García Riera, “el cine ha sido y es básicamente regido por poderes interesados en la uniformización del público”.

Continuará.

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