Pocos grupos enfrenten tanta discriminación, exclusión y violencia como las mujeres trans, un término paraguas que describe a quienes tienen una identidad de género que no corresponde con el sexo que se les asignó al nacer. Esto incluye a personas que comúnmente se identifica como transexuales, transgénero o travestis. Quisiera concentrarme aquí en las mujeres trans: aquellas a quienes al nacer se les asignó un sexo masculino que no refleja su identidad.

Cuando una mujer trans es violentada el responsable suele quedar en libertad rápidamente. Cuando una mujer trans que es trabajadora sexual (muchas veces por ser la última opción de supervivencia que les queda) denuncia a un cliente después de haber sido asaltada o atacada por éste, es más probable que ella antes que él vaya a dar a prisión.

Y cuando una mujer trans es asesinada vilmente por ser quien es –y el crimen se comete, en la mayoría de los casos, con una saña casi única que suele incluir lapidaciones, mutilaciones, violaciones y tortura- difícilmente se hace justicia. El caso se trata casi siempre como un crimen más, sin una tipificación que considere las especificidades que llevan a la comisión de estos actos.

A menudo ni siquiera la prensa presenta el caso de un modo que genere conciencia entre la sociedad y ayude a atacar este problema de discriminación, odio y violencia. Los diarios amarillistas no hablan de un ser humano que ha perdido la vida de forma trágica. Le niegan la identidad de género con la que esa persona decidió relacionarse con el mundo al referirse al asesinato “de un hombre vestido de mujer”, de una manera que contribuye a reafirmar los prejuicios que llevaron a su propia muerte.

Entre 2008 y 2016, la organización Transgender Europe registró, en su monitoreo de asesinatos a personas trans, un total de 247 casos en México, lo que nos coloca en uno de los primeros lugares a nivel mundial dentro de los países que llevan a cabo este tipo de registros. Otro estudio reciente encontró que 63% de las personas trans ha sufrido violencia. Resulta alarmante observar que, en la mitad de los casos, ésta fue perpetrada por alguna persona de su propia familia.

Los datos son alarmantes en todos los frentes: Una de cada cinco mujeres trans (y un tercio de los hombres trans) reportan haber intentado suicidarse alguna vez. Casi siete de cada 10 personas han vivido —ocasionalmente, con frecuencia o siempre— hostigamiento, acoso o discriminación en el trabajo. Casi la mitad de las trans reporta haber tenido dificultades para acceder a servicios de salud.

En su último reporte acerca de la situación de violencia contra personas LGBT la CIDH muestra que más de tres cuartas partes de las mujeres trans asesinadas tienen 35 años de edad o menos. Esto, en conjunto con la discriminación que las personas trans enfrentan a lo largo de todo el ciclo vital, sugiere que la esperanza de vida de esta población es mucho menor a la del resto.

Víctimas del desprecio por parte de las policías y los ministerios públicos, ninguneadas en los hospitales, discriminadas en las escuelas, violentadas por sus propias familias, ignoradas por el Estado y sus instituciones, las mujeres trans enfrentan enormes prejuicios sociales. Prejuicios más difíciles de desintegrar que un átomo, parafraseando a Albert Einstein.

A diferencia de la homosexualidad, que la OMS retiró de su lista de padecimientos mentales en 1976, la condición trans todavía es considerada –aunque no será así por mucho tiempo, a juzgar por la evidencia científica que se ha reunido en los últimos años- un padecimiento mental o un trastorno de la personalidad.

La identidad trans es una condición de vida de las personas y no una enfermedad. Lo que todavía a muchos les cuesta comprender es que una mujer trans es una mujer que ha decidido ser mujer, más allá de sus genitales. Desde la primera infancia, las mujeres trans se reconocen asi mismas, saben quiénes son y desarrollan una identidad femenina. Construyen su identidad bajo su propia percepción de belleza, de bienestar físico y emocional. Pésele a quien le pese, su decisión no solamente es legítima. También es parte de su derecho al libre desarrollo de la personalidad, reconocido por la SCJN.

La identidad trans normalmente ha estado asociada con altos niveles de angustia y depresión. Ello, sin embargo, no es una condición inherente a las personas trans. Una influyente investigación en la que participaron varios científicos mexicanos, publicada por la prestigiosa revista The Lancet Psychiatry arroja clara evidencia en el sentido de que la angustia y la depresión que sufren muchas personas trans, antes que ser inherentes a la identidad de género, son resultado de la discriminación.

En otras palabras, el problema que enfrentan las personas trans no es su identidad de género, sino el rechazo que ésta provoca. El problema no son las identidades trans; el problema es la transfobia y la discriminación, cuya peor consecuencia son los transfeminicidios que han tenido lugar en nuestro país.

Coordinador de Asesores del Conapred

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