El escándalo de Odebrecht ha dado un nuevo giro con la divulgación de una lista de más de 100 nombres de políticos brasileños de las más altas esferas que habrían recibido sobornos para financiar campañas políticas o bien llenarse sus propios bolsillos a cambio de otorgar beneficios a la constructora más grande de América Latina.

En la lista del ministro del Supremo Tribunal Federal, Edison Fachin, obtenida a partir de las llamadas confesiones premiadas (en las que setenta ejecutivos de la empresa negociaron contar lo que sabían a cambio de una reducción en sus penas), están cinco ex presidentes, ocho ministros en ejercicio, los presidentes de ambas cámaras, tres gobernadores, 42 diputados, 29 senadores y los cinco últimos presidentes. El propio Temer es mencionado, aunque está protegido por un fuero que le impide ser investigado en este momento.

Entre los más de 400 políticos que habrán de ser citados a declarar hay cuadros pertenecientes a 26 de los 35 partidos que conforman el fragmentado cuadro político brasileño. Y aunque el PT —en la presidencia de la República durante 13 años— es el partido con el mayor número de integrantes bajo investigación, los tres partidos más grandes —incluyendo al PMDB de Temer y al PSDB del ex presidente Cardoso— son también blanco de las principales investigaciones.

El PSDB, principal partido de la oposición —que hoy quisiera utilizar estas investigaciones para diagnosticar la muerte política de Lula—, tiene dentro de la lista Fachin a tres de sus ex candidatos a la Presidencia: Geraldo Alckmin, José Serra y Aécio Neves, este último involucrado en cinco presuntos casos de corrupción.

El grueso de la clase política brasileña está hoy involucrada en este escándalo, el cual cada vez se asemeja más al caso Tangentopoli, que en la Italia de los años noventa derivó en la caída de Betino Craxi, donde se vieron involucrados seis primeros ministros y más de 500 parlamentarios.

No sabemos si las investigaciones habrán de cobrar proporciones similares a las de Mani Pulite (o Manos Limpias) en Italia, donde gracias al activismo de un grupo de jueces de Milán, encabezados por Antonio di Pietro, se lograron investigar a 4 mil 500 personas, procesar a 3 mil 200 y condenar a mil 200. Aunque los jueces y las fiscalías brasileñas han dado muestras de una autonomía poco común en países de América Latina, todavía no han demostrado ser incorruptibles ni que sus acciones estén ausentes de algún sesgo político.

Al igual que el Tangentopoli, el caso Odebrecht pone en evidencia la existencia de un arreglo político corrupto en el que los principales partidos crearon un pacto ilegal para financiar campañas políticas a través de la distribución de puestos públicos, cuyos beneficios se distribuían entre distintos partidos, para así comprar el silencio de todos. Sabemos que en el caso italiano una mafia político-empresarial llegó a incrementar el costo de la obra pública hasta en un 30% en sobreprecios que iban a dar a las arcas de los principales partidos políticos (socialistas y demócrata-cristianos) para perpetuarse en el poder.

El resultado de aquella experiencia fue terrible para los partidos italianos tradicionales. En la elección de 1994 los cinco grandes partidos se desplomaron. Las consecuencias no fueron las más felices, pues en los años siguientes resurgió la Liga Norte, con sus banderas fascistas, y se creó Forza Italia, el partido de Berlusconi que acabó por reorganizar la corrupción a través de nuevos esquemas. Al final la lección del Tangentopoli —que no debemos ignorar los latinoamericanos— es que si no se atacan las raíces de la corrupción cambiarán las personas y los partidos, pero ésta resurgirá con nuevos y más sofisticados ropajes.

Analista político

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