Me referí la semana pasada al retorno de los comisarios, esos “intelectuales” empeñados en denunciar la ética y la moral de los artistas y escritores que no reflejan en su arte o sus letras los “valores” que, según esos comisarios, exige la realidad.

Como suele ocurrir, estos neocomisarios son seres elevadamente vanidosos: parten de la íntima convicción de hallarse en un plano moral superior que, les parece, deriva de que la patria los ha elegido para encarnar la justicia, el alma nacional y el aliento popular y les ha susurrado al oído la literatura adecuada para representarlos.

En los treintas, por ejemplo, el “Frente Único de Lucha contra la Reacción Estética” que azuzaban Siqueiros y el músico Luis Sandi, proclamaba que “la obra estética no puede sustraerse a las condiciones en que se produce” y que en el arte y las letras “se refleja inevitablemente la contienda entre las clases antagónicas”. Ortodoxia marxista que se nacionalizaba al dictaminar que la pintura mexicana, por ser la que “ha acumulado mayor cantidad de convicciones ideológicas”, es el arte que “se ha conectado más profundamente con las masas”. Las letras, en cambio, por carecer de “línea revolucionaria de clase”, distorsionan la realidad, promueven el escapismo, fomentan la ignorancia y averían la conciencia nacional. Se trata, decían, de una “desviación” que habrá de arreglarse “paulatinamente, a medida que el proletariado revolucionario vaya ejerciendo mayor influencia sobre la producción intelectual”.

Y si el proletariado no influenciaba, lo harían los comisarios en su nombre: al grito de “No hay más ruta que la nuestra”, los Comités de Salud Pública llamarían a cuentas a los “intelectuales desviacionistas”, los humillarían públicamente y los harían despedir de sus trabajos (como al “reaccionario” Enrique González Martínez en 1937).

Claro, los ataques a los “reaccionarios” obedecían no sólo a la convicción de los “revolucionarios” en el sentido de que obstaculizaban el matrimonio entre la realidad mexicana y su expresión, sino a que se resistían al arribo de una realidad superior avisorada por su ideología; una realidad potencial, inminente, que sucedería en los hechos apenas fuese destruida “la reacción”.

Y es que los comisarios desdeñaban (como ahora sus hijastros) las “virtudes superiores” del escritor individual –argumentaba Jorge Cuesta—, las virtudes que debían ser arrasadas por la virtud colectiva de la ideología revolucionaria. Pues los comisarios viven de eternamente decretar la socialización de sus virtudes elegidas, de imponer una realidad colectiva por decreto que contenería la auténtica esencia histórica, la actualidad y aun las expectativas de la totalidad de los mexicanos, no las de sus individuos que, por más superiores que fuesen, por no ser colectivas serían “reaccionarias”. (Alfonso Reyes se preguntaba entonces: y si es tan “auténtica” ¿cómo puede estar amenazada?; y si la “reacción” está ya apartada de la verdad, ¿qué se gana con apartarla aún más?; y si publican revistas de tan pequeño tiraje, ¿qué se gana con cerrarlas?)

Como sus antepasados de las ligas y comités de escritores y artistas “revolucionarios”, los neocomisarios requieren de “enemigos” para dotarse de una cierta identidad propia. Expresada en obras, sus identidades no suelen rebasar los baremos de una cenicienta mediocridad. No tardan en percatarse de que es mucho más redituable hacerse de una identidad en la plaza abundante de la alharaca contestataria y/o en las universidades gringas, urgidas de justicia vestida de sociología.

No, la misión que se adjudican los neocomisarios como paladines del pueblo, voceros de la (próxima) revolución y vigilantes de la correcta esencia literaria, no parece tener relieve como escritura. Vociferar contra los “reaccionarios” y augurar su destrucción (sic) no requiere de mayor sesera y reditúa cierta fama combustible. Para ellos, como para sus abuelitos de 1930, los megáfonos escriben mejor que las plumas.

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