Termino de repasar —ante los neocomisarios político-literarios de 2016— la historia de sus antecesores en la década de los treintas, esos mediocres vocales de los partidos “revolucionarios” que decidieron que la literatura mexicana debía ser como ellos querían, que debía atarearse con los temas, el lenguaje y el carácter que, según ellos, “demandaba” la realidad del país y que consideraron que era su obligación revolucionaria expulsar de ella a los “elementos desafectos”. (La historia en detalle, con los documentos del caso, está en mi libro México en 1932: la polémica nacionalista, que he estado glosando.)

La semana pasada vimos a Alfonso Reyes explicándole pacientemente a Héctor Pérez Martínez y Ermilo Abreu Gómez, vigilantes de la “verdadera” literatura nacional, que la calle de la creación literaria era lo suficientemente ancha para que cupieran en ella todas las actitudes, estilos, intereses, temas y críticas: hay calle para todos. Pedía respeto a la diferencia y terminaba: “Nada más indigno de una joven literatura que el cultivar aquella impotente rabia propia de los medios donde la mala higiene mental estorba la gozosa circulación de estilos y maneras variadas. Deje cada uno vivir al otro y, por su parte, procure hacer bien lo que tiene entre manos.”

Bueno, había en esto una elemental sensatez (que es la que más enfada a los comisarios de antaño y hogaño). Si usted cree que si los que colaboran en tal o cual revista son malos escritores, y corruptos y poco hombres y escapistas y aristócráticos y extranjerizantes, ¿por qué le preocupan? ¿Para qué querer “destruirlos”? Ignórelos y ya. Sea usted mejor escritor, y sea más honesto y sea más viril y escriba sobre lo que usted cree que es lo que México necesita y listo: los lectores habrán de elegir.

Pero quienes se niegan a que haya “calle para todos” —responde Pérez Martínez— son los escritores villanos, pues disfrutan de “una sostenida protección oficial del juicio en materia de arte y de posiciones burocráticas que les permiten sostener siempre un órgano de publicidad”. Desde esos “privilegios” (que eran una revista literaria de limitado tiraje; cargos meniales en el gobierno), los traidores “se han dedicado sistemáticamente a negar valores, conduciendo de este modo a nuestro espíritu, junto con nuestras letras, a su bancarrota” (eso era —y sigue siendo— genial: en un país donde la gente no lee, los escritores villanos “quiebran” a la patria); “se han dedicado exclusivamente al arte, no sintiendo ni la fuerza, ni la necesidad, ni las consecuencias de la Revolución” (es decir que entonces —como ahora— lo que hay que hacer es política y sociología, no literatura); no han sido capaces de sentir “en la garganta el grito salvaje de amor y el corazón henchido con el caudal de una sangre llena de gotas indias”. Hasta ahí el escritor tan “comprometido” que llegaría a secretario de gobernación de Miguel Alemán, ese amigo de las “gotas indias”...

Ermilo Abreu Gómez respondió a Reyes de manera similar. Los escritores villanos son “una tiranía” que, por medio de sus obras y su Antología de la poesía mexicana moderna (1928), “ofrece al público extranjero esta falsa expresión: se da como el total de la literatura mexicana el contenido de uno de sus sectores. La consecuencia de esta política literaria arbitraria y funesta es evidente: se ha llegado a pensar en el extranjero que la literatura mexicana, habitualmente torpe, se polariza hacia un trasnochado preciosismo.” Un preciosismo “criminal” que ignora “el conflicto espiritual provocado por nuestras luchas y es sordo a las exigencias de la verdadera Revolución de nuestra patria”.

Esa frase, la “verdadera Revolución”, es la clave: alrededor de ella partidos y comisarios decretan “la verdadera literatura” y le asestan una ortodoxia desde la que, a su vez, se decretan las normas estilísticas y temáticas “adecuadas”. Y entonces hay que crear los termómetros ideológicos que midan los grados de subordinación.

Es en esa matriz —como se vio en la URSS, en la Alemania nazi, en la España de Franco, en China o en Sudáfrica o en Cuba— donde empollan los comités de vigilancia propios de toda revolución decente, retacados de comisarios con las bocas llenas de espumarajos y sus portafolios de órdenes de detención.

Y convertidos de pronto, claro está, en los grandes escritores al servicio del pueblo y de la patria que siempre soñaron ser.

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