“Su naturaleza estaba envenenada, animada por las sospechas, la soledad, los rudos modales: no podía vivir con nadie.” “Sospecho que fue muy vanidoso; ávido de elogios humanos.” “Sus ideas se apoderaron de él como demonios, acosándolo, arrastrándolo hasta horribles despeñaderos.” “No poseía el talento del Silencio, valioso talento, en el que sobresalen pocos hombres.” “Sus libros son enfermizos, no sanos.” “Pudieron encerrarlo en las buhardillas, reírse de él como un loco, abandonarlo al hambre como una fiera en su jaula, pero no pudieron impedir que lo incendiara todo.” Tan sutiles opiniones y sentencias las expresó Thomas Carlyle en una conferencia acerca de los héroes, en 1840, y estaban dirigidas a la personalidad de Juan Jacobo Rousseau. El escocés hubiera deseado que Juan Jacobo no existiera para no tener que escribir acerca de él. Además de despreciar el estilo de Rousseau, su rígida moral le impedía aceptar la heterodoxia en el temperamento humano (Jorge Luis Borges, sosteniendo su juicio en diagnósticos y obra de Russell y Chesterton, acusó a Carlyle de haber inventado el nazismo). Yo no soy un admirador de su obra, ni tampoco un crítico literario impulsado por el deber, pero si tuviera que rescatarlo como figura mítica diría que su influencia en R.W. Emerson fue suficiente para considerarlo un ensayista importante.

He llegado a preguntarme: ¿hay que odiar para comprender? Es una pregunta demasiado pomposa y vaga, pero creo que es justa. Los enemigos llegan a conocerse bien entre sí; en cambio, y debido a las transformaciones de la moral o la personalidad titubeante de quienes creemos conocer, estamos expuestos a sorpresas mayúsculas. Los amigos sí que pueden llegar a convertirse en unos completos desconocidos. “Su naturaleza estaba envenenada.” Sí, lo creo, y probablemente gracias a esa naturaleza Rousseau escribió obras importantes para cualquier lector atento a las vicisitudes de la voluntad humana. “Sus ideas se apoderaron de él como demonios.” Es probable, ¿pero qué idea libre de sufrimiento o pasión parece una idea? Exiliadas del temperamento humano las ideas devienen juicios encadenados como prisioneros, lógica demostrable, argumento infalible y demás obviedades. Carlyle admiraba a Rousseau, su influencia y genio, pero no soportaba su carácter desconfiado e insufrible. Viene, de pronto, a esta página una frase que podría describir la encrucijada moral aquí descrita: la vida es siempre un desastre, pero “¡que lo diga ese cerdo siempre en eterno sacrificio y agonía de morir sin muerte!” (Faite, de Cronwell Jara; Solidaridad Press; 2016). “¿Por qué algunos cerdos tienen razón?” “¿Por qué quienes más odiamos aciertan en la diana?” Bien, son preguntas pertinentes, pintorescas y comunes que yo, por lo regular, no suelo hacerme.

En mi caso, los juicios bellos, imaginativos o colmados de arte le quitan al cerdo —por seguir con la figura— un poco de mugre; o lo convierten en un cerdo que ha aprendido a razonar y que de vez en cuando vomita una flor. Lo contrario, en general, no me compete: es decir, que alguien diga tonterías, o sus juicios sean más bien anatemas o insultos disfrazados de razonamiento; tal cosa no lo convierte de inmediato en un lechón a mis ojos. Lo escucho, leo e intento obtener algo bueno de la charla o de nuestro encuentro (o me largo de allí). Por el contrario, lo que un ser humano moldeado a la Carlyle desea, por principio, es que el genio creador, artista u hombre de letras sea también un hombre que lleve una vida virtuosa la cual pueda ser ensalzada y aplaudida. Sueños guajiros. Como el idealista puro o el fascista romántico que es, el carlyle de todas las épocas desea que la realidad y la idea concuerden con su propia moral —la que él impone— y anhela que la vida de un “genio” sea también genial y ejemplar.

Termino esta columna refiriéndome a una anécdota acerca del hombre cuyas ideas lo arrastraron hasta “horribles despeñaderos” y cuyos libros son “enfermizos y no sanos.” Madame de Genlis (1746-1830) relata que Juan Jacobo Rousseau solía cenar con ella y su marido, y el vino que le ofrecían parecía ser muy de su agrado. En consecuencia, el anfitrión, el señor de Genlis, le pidió permiso para enviarle dos de esas botellas de regalo. Rousseau aceptó, pero cuando a la mañana siguiente el regalo llegó a su casa Juan Jacobo se encolerizó, pues en lugar de dos botellas de vino le habían enviado veinticinco botellas. Las devolvió de inmediato acompañadas de una escueta nota de desprecio. Él había aceptado un presente, no que pertrecharan su bodega de vino. La historia viene narrada en Antología del retrato (de Saint Simon a Tocqueville), que llevó a cabo E.M. Cioran (Hueders; 2015). El matrimonio Genlis debió quedar estupefacto ante el desplante del autor de El contrato social. ¿Para qué lo invitaban entonces? ¿Acaso no se dieron cuenta de que el hombre que lo incendió “todo” era insoportable y tenía envenenada el alma?

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