En 1971, durante los seminarios que Jorge Luis Borges impartió en la Universidad de Columbia, un estudiante se refirió a la abundante cantidad de fuentes y citas que se encontraban en la obra del escritor argentino y, en seguida, no sin cierta precaución o vergüenza, el estudiante ha preguntado si tales citas eran reales o inventadas. Ante duda semejante, Borges respondió: “Algunas, lamento decirlo, son reales.” (El aprendizaje del escritor; Lumen, 2016). La pregunta, por supuesto, resultaba ingenua y, por lo tanto, dotada de una precisión infame al menos. La in genuidad, y me pesa admitirlo, es una solvente prueba de que se puede ser feliz. La realidad o el conjunto de acciones o pensamientos que llamamos reales es una carga y un obstáculo para lograr la bruta felicidad. Acaso por esta razón es que yo acostumbro a leer los periódicos durante la noche, porque estas ficciones —el contenido de los periódicos— que se nos presentan como la realidad llegan a ser tan contrarios a la alegría que es más conveniente, en pos de conservar algún residuo de salud, leerlos minutos antes de dormir y esperar a que el sueño nos restaure de la visión de infiernos semejantes.

En las conferencias que dictó en la Universidad de Belgrano, en 1978, Borges aludió a la alegría que debía causar la lectura: “Yo diría que la literatura es también una forma de alegría.” Entonces se refería a Montaigne y a la certeza que tenía el ensayista francés de que una lectura obligatoria no puede más que ser nociva para la alegría y una causa evidente de infelicidad. Borges estaba de acuerdo: “Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado.” Yo, y no me alegra decirlo, creo ampliamente en estas palabras que leí en aquel breve libro cuyas páginas reunieron el contenido de las conferencias de Borges en la Universidad de Belgrano (Borges oral; Bruguera, 1980). Y puedo aceptarlo ahora, aun a sabiendas de que en mis primeras décadas como lector sufrí la lectura de tantos escritores que hoy apenas recuerdo vuelven a provocarme disgusto e indigestión: aprecio la sencillez y la sabiduría, no la vacuidad del enredo.

No hace más de dos meses que una persona me preguntó por qué hacía yo tantas citas de autores en mis columnas (los escritores incapaces de la celebridad, como es mi caso, también reciben de vez en cuando alguna pregunta que los lleva a desatar la lengua). Y respondí que se trataba, el mío, de un camino para compartir libros y lecturas con los desconocidos, pero, sobre todo, dije que tales citas representan tan sólo ficciones; es decir, quien cita
libros, fuentes o autores con el propósito de darse autoridad o impresionar es, al menos ante mis ojos, un palurdo o un oportunista.
Yo creo, por el contrario, que las ficciones
literarias se hacen cada vez más necesarias si
uno se resiste a quedar sepultado por la piedra volcánica que representan los acontecimientos reales, las noticias de nuestra desgracia
social y la sospecha de que dicha tragedia es inamovible o eterna.

¿Cómo es que se ha llegado hoy, en México, al extremo de hacer del rencor y el odio soterrado una de las constantes en las relaciones entre individuos? Un odio que cuando se expresa lo hace de forma brutal, pero que causa más daño en cuanto es suelo, simiente y atmósfera en el devenir cotidiano. Hay quien es capaz de construir una realidad alternativa al infierno de lo social, ya sea a través de cultivar la ficción o de mostrar un escepticismo imperante e inconmovible ante la desgracia común. Pero ello es una decisión personal e íntima y yo no la cuestionaría. Sin embargo, ¿cómo puede el escéptico, el anacoreta urbano o el cínico vivir dentro de una atmósfera de rencor social? ¿Acaso no resienten la constante proximidad de la sangre, la muerte y la vejación? ¿O la viven como una emoción, un placer o una prueba de su fortaleza? No lo sé, pero su heroicidad es ya legendaria. Es posible que den por sentado que el hombre es el lobo del hombre y que no debería de sorprendernos ni afectarnos ninguna canallada o corrupción política o intelectual, al fin y al cabo se trata de seres humanos, es decir de bestias gobernadas por la pasión, la voracidad, la competencia y el deseo de conquista. ¿Tiene razón quien piensa de esta forma? Supongamos que sí, pero dicha certeza me dice que uno debe protegerse de alguna manera ante el embate del crimen primitivo (somos seres humanos, no ángeles). Yo lo hago a través de la ficción y el fatalismo, pero si tengo oportunidad y necesidad estoy dispuesto a hacer la crítica de lo social y a salir de mi cueva para ahuyentar a los lobos. Si a Montaigne y a Borges leer les causaba alegría y quizás un poco de felicidad, a mí me causa alegría leer y enfrentar a los
lobos, lástima que carezco de poder suficiente para ello y el depredador que acecha me
aventaja en toda batalla.

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