Francia, inspiración de tantos a lo largo de la historia, sigue siendo referencia obligada, punto de partida para analizar lo mismo a Europa, (entendida ésta como proyecto político, económico y social y no solo como masa geográfica), que a la situación actual de la democracia occidental, del Estado, del laicismo, de la convivencia entre culturas y religiones diferentes, contrastantes, opuestas entre sí.

No obstante haber perdido ya hace tiempo el liderazgo económico, rezagada en su capacidad de innovación tecnológica, empresarial, burocrática, Francia nos importa, nos toca, nos afecta. Sí, claro que le ponemos atención a Gran Bretaña y sus probablemente desastrosas decisiones separatistas. Por supuesto que nos enfocamos en lo que hace o deja de hacer Alemania, motor indispensable de la Unión Europea. Pero a fin de cuentas Francia es eso: Francia. Con su historia, sus símbolos, su Revolución, sus ideales, sus héroes, sus grandes pensadores y escritores, sus instituciones que han logrado imponerse a los grandes retos de invasiones, de guerras mundiales, de dictadores y tiranos. Hoy Francia sigue siendo la democracia emblemática, y todos esperamos respiro, alivio, de su elección presidencial.

Escribo estas líneas cuando hay ya indicaciones claras de los resultados de la primera vuelta de la elección presidencial. Al final fueron cuatro los candidatos que despuntaron, de un campo inicial de once, y toda la gama ideológica estuvo representada por los punteros: desde la derecha extrema, racista, xenófoba e intolerante de Marine Le Pen hasta la visión notablemente divertida, juguetona incluso, del neocomunista Jean Luc Mélenchon, pasando por el conservadurismo aburrido (y enlodado por sus propios escándalos) del centroderechista François Fillon. Del candidato del partido socialista, triste quinto lugar, no hay nada que decir.

Entre ese poco alentador escenario, surgió de la nada una alternativa moderna y atractiva con el llamativo nombre de ¡En Marcha!, encabezada por un tecnócrata que jamás se había postulado, ya no digamos ganado, a elección alguna, y que contrario al estado de ánimo (o de desánimo) prevaleciente, supo contagiar de entusiasmo y optimismo a una muy diversa mezcla de votantes.

El hombre tras este sorpresivo movimiento ciudadano es Emmanuel Macron, quien fuera cercano colaborador del todavía presidente socialista François Hollande. Consejero presidencial primero y después Ministro de Economía, Macron pronto se hartó de la politiquería tradicional y echó a andar este movimiento que, sin ser partido político, ya se metió hasta la final de la carrera presidencial.

Macron postula una serie de medidas de sentido común para reactivar el crecimiento y el empleo, es un internacionalista convencido y de los más solidos defensores de la Unión Europea. Sus posturas y su personalidad contrastan hasta el extremo con la amargura de Marine Le Pen, que ve en la modernidad y la integración el origen de todos los males que aquejan a Francia.

Un modernista y una nostálgica se verán las caras el próximo 7 de mayo, y el electorado francés tendrá que escoger no solo entre una visión del futuro y un anhelo del pasado, sino entre un candidato que plantea arreglar mucho de lo que está mal con la Francia actual, y una que cree que erigiendo barreras, sembrando odio y rechazo racial y religioso, puede regresar al país a sus viejas glorias.

Más incluso que la de Donald Trump o la del Brexit, esta elección marcará un parteaguas para Europa. Del resultado dependen tanto la alianza germano-francesa, indispensable para la paz y la estabilidad continentales, como la viabilidad del proyecto europeo todo.

Y, como ya sucedió en EU y GB, se enfrentarán el miedo y el resentimiento al optimismo y la perspectiva de un futuro abierto e incluyente. Ojalá que en esta ocasión la tercera sí sea la vencida.

Analista político y comunicador.
Twitter: @gabrielguerrac
www. gabrielguerracastellanos.com

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