Donald Trump tiene una capacidad única para llevar las emociones al extremo. Sus partidarios lo son enloquecidamente y sus detractores lo son furibundos. No hay términos medios ni matices cuando de juzgar al nuevo presidente de EU se trata.

Trump sabe utilizar eso a su favor. Como empresario cultivó su propia imagen como una manera de hacer más negocios o sacar mejor partida en cualquier negociación. Lo mismo en su faceta de concursos de belleza o de reality shows: todo siempre se trataba de él mismo, de su ego, de su dinero, de sus “conquistas”.

En campaña Trump combinó esa capacidad para sacar de sus cabales a sus contrincantes con una tal vez involuntaria tendencia a lograr que los demás lo menosprecien. Así, entre risas despectivas y berrinches, Trump ganó la presidencia y tomó posesión el viernes pasado.

Como en una mala secuela de una ya de por sí mala película, Trump continúa con sus arrebatos; millones de personas salen a las calles alrededor del mundo para protestar contra él y Trump se mofa de ellos y de todos los principios y códigos de conducta de la política estadounidense.

Nos toca, como país, descifrar a este extraño personaje contra el que nadie ha podido hasta ahora. Los riesgos y amenazas no son de risa: la deportación masiva de mexicanos, el muro fronterizo, la renegociación o anulación del TLC, los impuestos fronterizos y/o a las remesas tendrían consecuencias mayores. Y no hablemos de los efectos indirectos de las amenazas y excesos retóricos de Trump: el acoso y discriminación a la alza, el peso a la baja, las inversiones y empleos en puntos suspensivos…

No sé si me preocupa más todo lo que puede llegar a hacer Trump o la inacción de nuestra clase política y nuestros supuestos liderazgos empresariales, sindicales, sociales. México enfrenta el mayor reto en materia de política exterior, económica y comercial de su historia moderna. Más allá de si se hizo bien o mal en apostarlo todo al libre comercio y la buena vecindad, hoy ese modelo se tambalea y nadie ofrece alternativas serias.

Están muy bien las ocurrencias, pero solo sirven para hacernos reír o llorar. Las marchas aquí, más ofensivas que concurridas, tienen todavía menos impacto que las de Los Ángeles o Nueva York. Quienes van allá a manifestarse dan pie a los que arguyen que se trata de manifestaciones de privilegiados. Y pues sí, algo hay de paradójico en poder volar a NY o Washington para participar en una marcha y subir fotos a redes sociales.

De los políticos y “líderes de opinión” ni que decir: los opositores condenan de antemano la visita de Peña Nieto a Trump mientras que los priístas hacen un llamado totalmente vacuo a una supuesta unidad nacional. El gobierno podrá o no estar planteando la estrategia correcta, pero como ni convocan a los muchos sectores afectados ni la comunican al gran público, tenemos que conformarnos con suponer, o esperar, que vayan a hacer lo correcto.

Este momento de emergencia tendría que obligar a la unidad nacional. Eso requeriría una convocatoria de verdad para trazar no solo la estrategia de contención inmediata, sino la ruta a seguir para el futuro. El gobierno federal debería estar sentado, ya, con gobernadores, empresarios, sindicatos, comerciantes, académicos y dirigentes políticos y sociales para encontrar posturas comunes, para escuchar otros puntos de vista e incorporarlos siempre que sea posible. Los precandidatos y líderes de oposición deberían entender que esto es demasiado grave como para hacer campaña o politiquería. Y la sociedad, esa de la que tanto hablamos, debería por lo menos buscar ser más congruente en sus actos y menos vociferante en sus dichos.

Los peligros son muchos y son enormes. ¿Los podemos enfrentar? Sin duda, pero eso requiere más diálogo y concertación y menos demagogia y protagonismo. Lamentablemente hay muy poco de lo primero y mucho de lo último.

Analista político y comunicador.
@gabrielguerrac
www. gabrielguerracastellanos.com

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