Pocos países pueden presumir un pasado imperial, e imperialista, como el de Rusia. Primero con los zares, y con los soviets después, sus alcances abarcaban literalmente medio mundo. Y es que Rusia es prácticamente antípoda de sí misma, con 11 horas de diferencia entre Kaliningrado y Vladivostok, y en épocas de la Unión Soviética era el único país del mundo en tener esos mismos 11 husos horarios adyacentes.

Los zares y los comunistas que los derrocaron tenían bien poco en común, pero lo que sí compartían era respeto y devoción por los alcances del imperio ruso. Facilitada su expansión por una geografía que le permitió ir anexando territorio tras territorio, a diferencia de imperios como el británico, el español, el francés y los otros europeos que debieron cruzar océanos para lograrlo, San Petersburgo y luego Moscú simplemente fueron envolviendo a sus vecinos.

La ficción de las 15 repúblicas integrantes de la URSS se volvió triste realidad para los rusos cuando dos mandatarios sucesivos, Gorbachov y Yeltsin, provocaron, permitieron y/o auspiciaron el desmembramiento de la Unión Soviética. Con ella partió también la ilusión del imperio Ruso/Soviético, que para entonces ya tenía presencia en Asia, África y el Caribe y, por supuesto, en Medio Oriente.

Reducida a su mínima expresión desde principios del siglo XVIII, la nueva y disminuida Rusia tuvo que enfrentar una severa crisis económica y social, que aunada al desánimo generalizado del grueso de la población condujo a lo que sólo puede describirse como un periodo de profundo desánimo y melancolía colectivos. Fue en ese entorno que Vladimir Putin llegó al poder por primera vez en 1999/2000, impulsado por el propio Yeltsin tras una vertiginosa trayectoria política.

Putin entendió a la perfección la psique rusa y sus mayores necesidades. La económica era sin duda la mayor, la de certidumbre y seguridad le seguía, pero subyacente a esas dos la primordial, la instintiva: los rusos se sentían humillados, desprovistos de su orgullo imperial, del cobijo de una historia de limitaciones siempre acompañada, superada, por la epopeya. Las victorias militares contra los mongoles, contra Napoleón, contra suecos y polacos y bálticos, contra Hitler... El mito de la Unión Soviética como superpotencia (que lo fue brevemente pero dejó de serlo mucho antes aun de su desaparición), Rusia siempre fue una nación para la que la historia de las hazañas gloriosas pesaba tanto o más que las carencias materiales y espirituales.

Quien quiera entender el éxito arrollador de Putin en su propio país (ha ganado para su proyecto cuatro elecciones presidenciales consecutivas) debe mirarlo a través de esa perspectiva. Mucho de lo que en Occidente puede parecer criticable, aberrante incluso, es lo que más aprueba la gran mayoría de la población. Y la conducta personal de Putin, cuidadosamente coreografiada, apela a los instintos naturales del electorado ruso, que quiere a un presidente fuerte, rudo, que no se deje de nadie.

Putin no niega sus orígenes, ni los sociales, de clase media muy baja, ni los profesionales. Sus años en los servicios de inteligencia le dieron una perspectiva geopolítica muy diferente, y sus inicios en la política cuando la URSS se desmoronaba seguramente lo marcaron también. Sin pretender hacer un estudio sicológico del hombre, me parece evidente que es un reflejo, casi casi de espejo, de cómo los rusos gustan de verse a sí mismos.

La incursión rusa en Siria, que motivó este texto donde me quedé clavado en el aspecto ruso y en Putin, se explica al menos en parte por el deseo casi compulsivo de hacer que Rusia vuelva a figurar en el escenario internacional como un actor principal y ya no de reparto.

De eso, que además cambiará por completo el curso de los acontecimientos en Medio Oriente, me ocuparé el próximo lunes, queridos lectores.

Analista político y comunicador

Twitter: @gabrielguerrac

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