No debe ser fácil ser el segundo acto de una presidencia espectacularmente dudosa como la de Lula, pero Dilma Roussef se ha topado no solo con los retos del segundo acto, sino con las complejidades de una nación que está en el tránsito de la adolescencia a la vida adulta.

Luiz Inácio da Silva, mejor conocido como Lula, fue indudablemente uno de los presidentes más exitosos de Brasil. Un obrero que se volvió líder sindical y después dirigente y abanderado del principal partido de izquierda de su país, y que ayudó a convertirlo en una fuerza política competitiva primero y exitosa después, y que terminó siendo un símbolo de éxito, de la capacidad de moderarse y transformarse, de cómo un activista puede volverse un estadista.

Dilma, la heredera designada de Lula, tiene un historial que debo confesar que me conquista. Una guerrillera que sufrió en carne propia la represión y la tortura de la dictadura militar brasileña, que se enfrentó a la enfermedad más malévola y maligna y que ha tratado de llevar adelante un proyecto político que podría representar el presente y el futuro de la izquierda latinoamericana.

Dilma tuvo un éxito admirable en sus dos primeras luchas, pero hasta ahora sería difícil afirmar que ha resultado triunfante en la tercera. Una desafortunada combinación de elevadas expectativas de la población, muy particularmente de los nuevos clasemedieros (esos cerca de veinte millones de brasileños que salieron de la pobreza en la gestión de su antecesor); de la creciente exigencia de los sectores más educados de la sociedad que esperan un gobierno más transparente; y de los empresarios e industriales que ya compiten en otros mercados y no están dispuestos a jugar bajo las viejas reglas, han hecho que su presidencia quede marcada por la sospecha de sus gobernados.

Pasaron ya los años dorados en que Brasil crecía a ritmos a acelerados y era la envidia de propios y extraños. En que el Mundial de futbol y los Juegos Olímpicos parecían apenas la justa recompensa a los éxitos que en materia de política económica, social y exterior los brasileños festejaban con justa razón.

Hoy la desaceleración económica se suma al desencanto creciente con un modelo que no ha cumplido con las demandas de la población, o simplemente ha generado un nivel tal de expectativas en un círculo perverso: conforme más satisfactores reciben las clases menos favorecidas, mayores sus exigencias. Y es natural y comprensible: quien no tiene acceso a servicios de salud o de transporte público, por dar dos ejemplos, los reclama. Una vez que los tiene, y aquí la complejidad y la paradoja, demanda que sean de calidad.

El Mundial de futbol puso esto de manifiesto. Salieron a manifestarse agriamente los aparentemente más beneficiados con la movilidad social. Y es que el éxito genera, con justa razón, mayor exigencia. Lo mismo que pasó en los sectores más desprotegidos sucede ahora en las clases medias y entre el empresariado brasileños: las viejas formas y las viejas estructuras, cargadas de paternalismo, ineficiencia y corrupción,ya no son aceptables. Y así, el nuevo Brasil, incomparablemente mejor que el de hace diez, veinte o treinta años, ya no deja satisfecho a nadie.

México y Brasil son los gigantes de sus respectivos entornos geográficos. Comparten retos y dificultades, sociedades cada vez más maduras y demandantes, y lo que los pediatras llamarían dolores de crecimiento.

Las tradicionales rivalidades entre ambos se agravaron durante los fatídicos años de la diplomacia del sexenio de Vicente Fox. No ha sido fácil recomponer las cosas, y eso explica por qué Dilma apenas ahora visita a México, ya en su segundo periodo en la presidencia.

Con tantas coincidencias en los retos que enfrentan, tal vez Enrique Peña y Dilma Rousseff encuentren consuelo en el prospecto de un nuevo eje, el Tequila-Caipirinha.

Analista político y comunicador
Twitter:@gabrielguerrac
www.gabrielguerracastellanos

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses