La desigualdad consume ríos de tinta. Es uno de los peores males de nuestro tiempo. Un segmento infinitesimal de la población amasa más de la mitad de la riqueza mundial mientras que aumentan los estratos que viven miserablemente. Muy pequeño es el porcentaje que sin pertenecer a estos últimos viven decentemente y no son parte de la minoría que controla los recursos económicos, humanos y naturales.

Los “remedios” más publicitados consisten casi siempre en exigir cambios económicos o en utopías antisistémicas. Por lo común, no se buscan las causas internas, endógenas, de la desigualdad, ni se exploran caminos de solución que están a la mano sin recurrir a lo que el Felipe González llama “utopías regresivas”. Se culpa a las élites de adaptar “modelos” económicos de ajuste, pero se hace caso omiso de mayorías electorales que las eligen y reeligen. Se achaca al capital financiero la succión de recursos, pero no se repara en las políticas fiscales que lo hacen posible y son atribución de los gobiernos (y los electores) nacionales. Se acusa a los organismos internacionales de exigir reformas a cambio de préstamos, pero hay países, como Grecia por citar el foco rojo del momento, que ofrecen jubilación a los 50 años y ocupan en el sector público a proporciones de la PEA fuera de todo cálculo razonable. En síntesis, se adjudica la responsabilidad a los países eficientes y se oculta el barril sin fondo de la derrama clientelar en los que lo practican para ganar elecciones.

Lo más pobre de estos “paradigmas” es que no explican las historias concretas de los países en los que la igualdad ha ido en aumento, como es el caso de los escandinavos. En ellos, la reforma luterana transformó a los campesinos en lectores, mientras que en el sur de Europa el catolicismo mantuvo la enseñanza fundada en el dogma y la ignorancia. La igualdad de alfabetización se tornó exigencia política general y de ella nació, cruentamente en muchas casos, la voluntad general, deliberada, de establecer la igualdad de condiciones de los individuos. De un lado, piso parejo, del otro la legitimidad del privilegio y del olvido de la desigualdad.

Los “derechos liberales” han jugado un papel central en impulsar la igualdad: libertad de conciencia, asociación, expresión y sobre la propia vida se concretaron en sufragio universal, libertad de prensa, organicidad social y control del despotismo. Además de buscar el origen de la desigualdad en causas externas o venidas de arriba, hay que explicar por qué la organización y cultura(s) de algunas sociedades las hace cómplices de la desigualdad hasta en su formas más crueles. La historia concreta de las naciones igualitarias demuestra que las visiones economicistas arrojan al neonato de la igualdad política con el agua sucia de la bañera. Y ello vale igualmente para los organismos internacionales y su receta sempiterna de aliviar a los pacientes poniéndolos en estado de coma.

Sin el reconocimiento global de un piso político parejo, igualitario, para todos los ciudadanos de todos los países poco se avanzará para salir del atolladero mundial de concentración y desigualdad. ¿Dónde están las fuerzas y dirigentes que puedan llevar, no al camino fácil de las nomenclaturas despóticas, sino a la sensatez que invierta los costos de la desigualdad? Si no se piensa en la salud antes que en la enfermedad, si no se antepone la política de la igualdad a las lamentaciones por la desigualdad esas fuerzas no aparecerán. El rompecabezas tiene muchas piezas, entre otras, dotar de información comprensible y vías de acción nacional e internacional que cambien las ecuaciones dominantes por otras que incluyan la igualdad política viable y demócrata como ingrediente indispensable de los cambios que, de otro modo, no tendrán lugar. Las historias y los ejemplos están disponibles; hay que nutrir con ellos la imaginación.

Director de Flacso en México.

@pacovaldesu

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses