El Estado mexicano no ha conseguido transformarse en un sistema moderno. El impedimento esencial es la negativa de la clase política, combinada con la falta de voluntad de su enorme mayoría, para dar el salto a someterse al imperio de la ley. Lo que en inglés se llama rule of law, y en nuestra lengua Estado de derecho, tiene por condición sine qua non el sometimiento de todo poder al dictado de la ley. Esto quiere decir que ningún poder, económico, político o social puede colocarse al margen o por encima de la ley. No se trata de una sumisión voluntaria, sino obligatoria, vinculante y sancionable, y refrendada por la amenaza del uso de la fuerza legítima.

En América Latina, un continente que se precia de que todos sus países continentales sean democráticos, no todos los sistemas políticos son Estados de derecho. La democracia, entendida como reglas de acceso al poder competitivas, equitativas y justas no equivale a que los gobernantes y otros poderes, como los que se ha dado en llamar “fácticos”, se sometan a la ley como principio fundamental de su función. Puede haber una cosa sin la otra. Por eso, la democracia y el Estado de derecho, lamentablemente, pueden ir separados. También, por cierto ocurre lo mismo con los sistemas autoritarios. Antes de ser democrática, Inglaterra tuvo una monarquía absoluta que, sin embargo, obligaba al rey y a la nobleza a respetar las leyes, y en eso fundaba su legitimidad. En cambio, Francia o España, entre los siglos XV y XVIII, vivieron bajo el arbitrio de los monarcas cuya autoridad era impuesta sin importar o a pesar de la ley. Mientras que la primera se convirtió en la cuna de la Revolución Industrial, las otras dos desembocaron en desastres y naufragios reiteradamente hasta hace muy poco tiempo. De estas últimas viene nuestra herencia.

Tres extremos con los que podemos confrontarnos en nuestro vecindario son Costa Rica, Chile y Uruguay. En ellos hay democracia y los poderes políticos se someten al imperio de la ley. Los funcionarios públicos de esos países saben que saltarse o violar las normas jurídicas tiene consecuencias que derivan en sanciones que los pueden llevar a la cárcel. En México hay democracia, elegimos a nuestros gobernantes, y los cambiamos según la mayoría. Sin embargo, es una nota común que los gobernantes no se sometan al imperio de la ley. Las historias recientes de nuestro “feuderalismo” y las narrativas cotidianas en la prensa sobre actos de corrupción lo exhiben fehacientemente. Persiste la ausencia de temor a la aplicación de las normas jurídicas

En materia de corrupción hemos dado algunos pasos importantes, como las nuevas disposiciones que crean el Sistema Nacional Anticorrupción. Pero en América Latina somos una de las naciones más resistentes al establecimiento del Estado de derecho. Los gobernantes y sus alianzas con agentes privados han elegido mayormente el camino de la subordinación de las leyes a sus intereses particulares. Con esta práctica, la clase política ha profundizado las desigualdades sociales, al dejar a la vasta mayoría de la población con un acceso precario, o de plano una clausura a las herramientas del Derecho para defenderse del despotismo político, económico o social. Quizá la prueba monumental de este hecho es la baja calidad de la mayor parte de nuestros tribunales a la que se agrega la escasa reputación de las instituciones de justicia y el desconocimiento que sobre sus derechos padece la mayor parte de la población.

Es difícil pensar en una salida cercana de esta situación, pues aunque las medidas contra la corrupción sean producto de presiones irresistibles para las instituciones, la indispensable decisión colectiva de situarse por debajo de la ley es soslayada. Mientras esa decisión no sea tomada persistirá la impunidad sistémica y el uso arbitrario de la ley.

Director de Flacso en México.
@pacovaldesu

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