Hace unas semanas el presidente de la Comisión Anticorrupción dijo que las organizaciones de la sociedad civil eran muy importantes, pero que muchas veces no les gustaban las iniciativas que pasaban y que a veces criticaban por criticar… que tal era el caso de la Ley de Archivos aprobada por el Congreso y que hoy se encuentra en el Senado… que si estas organizaciones tenían algo que decir, que sería bueno que lo hicieran.

Esa reacción obedecía a una serie de artículos periodísticos y entrevistas en la televisión y radio que señalaban problemas serios en la iniciativa aprobada en la Cámara de Diputados. Y por esa insistencia de la sociedad civil, el Senado invitó tanto a algunos de sus miembros como a académicos para presentar sus observaciones en audiencia pública ante los senadores. Enhorabuena que el Senado se abrió a escuchar y a conocer a detalle las objeciones que se han expresado de múltiples formas.

Las objeciones vienen de dos campos: uno lo conforman los historiadores y el otro los preocupados por la lucha contra la corrupción… y por azares del destino, yo pertenezco a ambos. La preocupación a nivel histórico es de vida o muerte: la materia prima de la Historia ¡son los archivos! Imagine usted el Archivo General de la Nación o el Archivo de Indias sin que se mencionen los nombres de las personas que aparecen. Si la nueva Ley de Archivos se aprueba tal y como está, los nombres de los personajes históricos corren el peligro de borrarse so pretexto de sus derechos a la privacidad, y aún de quienes ya fallecieron, lo cual se determinaría de manera unilateral por archivistas —en el mejor de los casos— o por otras personas no necesariamente expertas en los temas. Ya de suyo es una complejidad determinar qué constituye un documento histórico y qué no. Ante la duda, es mejor conservar en el archivo la mayor cantidad de información posible. Si esto ocurre con los archivos, asimismo pasará con otro tipo de documentación, como contabilidad de una entidad pública, o con actas corporativas de Pemex, por ejemplo.

El borrar los nombres es un tema particularmente sensible. En su libro The Son Also Rises (cuya traducción está próxima a publicarse por el CEEY), el profesor Gregory Clark de la Universidad de California muestra, a través de archivos históricos, la persistencia de los linajes en sociedades tan disímbolas como la sueca o la japonesa, gracias al seguimiento de diversos apellidos, entre los que destacan los de médicos o abogados, por ejemplo. Eso sería imposible de realizar con la Ley de Archivos que se pretende aprobar.

Ahora bien, desde el frente de la lucha contra la corrupción, la iniciativa de ley considera que todo el control de la información cae en la Secretaría de Gobernación, la cual decide qué se guarda y qué no, por cuánto tiempo y bajo qué condiciones. Imagínese: la Secretaría de Gobernación podría haber borrado los correos de Hilary Clinton… o más cerca: podría haber borrado los archivos y facturas que son evidencia de las tropelías de Javier Duarte en Veracruz. Lo mismo podría ocurrir con los recibos de donde se dedujeron parte de los sueldos de los servidores públicos en Chihuahua. El gobierno tendría el poder de destruir evidencia. ¿Qué tan grave le parece?

Señores senadores: Ustedes fueron muy importantes en la aprobación de las siete leyes secundarias que están dando vida al Sistema Nacional Anticorrupción. Han pasado reformas trascendentales para el país, cuyos resultados apenas comienzan a verse. No sean cómplices de pasar esta Ley de Archivos sin corregir las anomalías y perversidades que contiene. Ya han escuchado de viva voz, y desde la prensa, las evidentes objeciones que tiene. No pueden llamarse a engaño y aprobarla en sus términos. Sean congruentes con su espíritu reformador para transformar nuestro país.

Centro de Estudios Espinosa Yglesias, A.C.

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