Puede ser un problema solo de percepciones, pero la sociedad observa una brecha muy grande entre lo que ganan los funcionarios públicos y el tren de vida que llevan. Las cuentas no cuadran. Si bien es cierto que los cuadros de más alto nivel del gobierno, sean gobernadores, congresistas, miembros del gabinete, directores de paraestatales o magistrados de la Corte, pueden pasar un sexenio sin gastar más que en sus necesidades y gustos más personales, los salarios nominales que perciben no se empatan con el estilo de vida y los bienes que poseen.

Esta percepción lleva a que muchas personas busquen ingresar al servicio público por las posibilidades que ofrece de enriquecimiento, dejando en un plano muy secundario la capacidad de hacer una contribución a la sociedad o al mejoramiento del país. Los niveles de impunidad son tan altos que resulta una apuesta bastante segura incursionar en plazas de gobierno, realizar manejos turbios y salir del puesto con los bolsillos llenos. Los más torpes o los más desafortunados son descubiertos en alguna de sus travesuras, sufren un rato la presión mediática para explicar cómo se hicieron de esas riquezas y después todo queda en el olvido.

Normalmente son organizaciones de la sociedad civil o la prensa quienes investigan y ponen al descubierto las fortunas no declaradas y de dudosa legitimidad de los funcionarios. No recuerdo un caso en donde hayan sido las instancias de justicia las que tomen la iniciativa para perseguir y analizar el expediente de algún político que parezca ser más rico de lo que debiera ser. El aparato legal no se moviliza hasta que la presión social y el escándalo los orilla a hacerlo. Pero, para desgracia nacional, ni siquiera los casos más sonados y relevantes suelen terminar en alguna consecuencia jurídica, en la incautación de sus bienes y mucho menos en la cárcel. Cuando no se escapan, las investigaciones se atoran en un marasmo de amparos y artilugios legales, apostando a la corta memoria o al desencanto de la ciudadanía.

En el terreno de la transparencia y el combate a la corrupción estamos cada día más rezagados. Mientras que en Brasil, Argentina, Costa Rica, Colombia, Perú o Guatemala se investiga hasta a los mismos presidentes, altos funcionarios y empresarios pierden el cargo o de plano se van a la cárcel, en México ni siquiera contamos con investigaciones serias o vemos que funcionarios de segundo nivel enfrenten a la justicia.

Y no es por falta de capacidad del Estado para perseguir el delito. El problema es que tenemos un sistema selectivo para perseguir a unos y dejar impunes a otros. Llama la atención que, a pedido del gobierno de Estados Unidos, se haya encontrado en pocas horas al periodista que robó la camiseta de un jugador de futbol americano o que se haya aprehendido al pistolero que agredió a un funcionario del consulado estadounidense en Guadalajara; que se haya arrestado y extraditado al Chapo Guzmán y mientras tanto, pasan meses enteros y no se puede encontrar al ex gobernador de Veracruz. Por decir lo menos, contrasta el despliegue de eficiencia en unos casos y la torpeza en otros.

Ante la inminente designación del fiscal anticorrupción, el Estado tiene la oportunidad de dar un paso convincente. Si todo quedara en un ejercicio de simulación los costos para el país serán muy graves.

Internacionalista

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