Todos los caminos llevan a Roma, reza el dicho popular. Lo mismo ocurre con los grandes temas nacionales: todos acaban atorados en nuestro sistema de justicia penal. Desde violaciones graves a derechos humanos, hasta los pleitos callejeros, nuestro sistema de justicia no distiende el conflicto, lo acentúa. La sociedad mexicana está en efervescencia porque no existen los canales institucionales para resolver el conflicto. Necesitamos sanar nuestro sistema de justicia penal para que el país se cure en otras esferas. Así de importante es su transformación.

En días recientes se dio el banderazo oficial de salida a un nuevo modelo de justicia penal. Los principios que animan esta reforma implican cambios profundos en su manera de operar. Como toda reforma de esta naturaleza, puede acabar repitiendo prácticas antiguas bajo nuevas etiquetas; pero también puede ser una de las reformas estructurales de mayor impacto en el México actual.

Tres ingredientes son esenciales para llevar esta reforma a buen puerto, para que sea una reforma realmente transformadora. La primera entraña una decisión política, casi refundacional: la de dejar de usar el aparato de justicia con fines políticos y particulares. Para hablar sin tapujos, esto es lo que ha sido la justicia en este país: un instrumento de poder y control político. Si no se resuelve esta primera condición, habremos cambiado todo para seguir igual.

La segunda es la profesionalización de las instancias que conforman el sistema penal. Me refiero a policías, ministerios públicos, jueces y prisiones. Cada uno de estos eslabones está maltrecho en sus capacidades porque no hubo necesidad de desarrollarlas bajo el modelo anterior. Nuestra justicia fabricaba culpables. No investigaba y resolvía delitos. El nuevo esquema demanda capacidades de investigación profesionales en un marco de contrapesos mejor definidos entre las partes (ministerios públicos y jueces). La profesionalización implica también su despolitización. Un binomio indispensable si queremos erigir un nuevo sistema.

El tercer componente debe derivar de los dos anteriores y consiste en cambiar la lógica de todo el sistema. Transitar de una lógica de servicio al poder, al servicio al ciudadano. Ésta debe ser la brújula axiológica del nuevo modelo.

La pregunta es cómo medir si estos cambios suceden. Cómo establecer indicadores que nos permitan saber si la reforma es real y no un juego de simulación. Proponemos desde México Evalúa una canasta de indicadores que pueden servir a ese propósito. La selección de ellos está ligada a la premisa más sustantiva de la reforma: ofrecer un servicio de justicia de calidad al ciudadano. Concebimos así un conjunto de indicadores que parten de la percepción del ciudadano, más específicamente, la experiencia del usuario al entrar en contacto con el sistema de justicia. Aplica de manera equilibrada a víctimas e inculpados. Ambas partes con derechos que deben ser velados y garantizados durante el proceso penal.

Los indicadores son: confianza en las instituciones de justicia, denuncia como un indicativo de expectativa positiva respecto a los servicios de la justicia y trato digno a víctimas en ministerios públicos. También proponemos indicadores para la presunción de inocencia, principio toral del nuevo modelo, lo mismo que para proceso justo y cárcel digna y segura.

Sanar nuestras instituciones de justicia, implica sanar muchas heridas en este país. Las de las víctimas sin acceso a la justicia; las de los inocentes en prisión; las de inculpados quienes vieron violentados sus derechos. También importante, sanar la herida de ilegitimidad que sufren instituciones del Estado en nuestro país. Mediremos pues, para provocar el cambio deseado. Lo necesita México y los mexicanos.


Directora de México Evalúa.
Twitter: @EdnaJaime @MexEvalua

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