El paso de ser una economía cerrada a una abierta ocurrió en México prácticamente de la noche a la mañana, a comparación de lo lentos que suelen ser esos procesos en otros países. Se supuso que democracia y prosperidad vendrían de manera automática en consecuencia. La evidencia sugiere algo muy diferente. Aranceles fueron cancelados, se privatizaron empresas estatales, hubo competencia entre compañías, bajaron algunos precios. Pero el nuevo esquema benefició sólo a algunos, los mejores postores ante el impuesto que el Estado mexicano nunca ha dejado de cobrar: la corrupción.

México representa la joya de la corona para muchas compañías transnacionales como Santander, Walmart, Heineken y OHL, esta última envuelta en un escándalo de corrupción del cual no ha podido salir. ¿Por qué ocurre ese fenómeno? Cada caso es diferente. Sin embargo pueden hacerse dos asociaciones, por un lado la de empresas cuyos costos de producción y exportación (hacia Estados Unidos principalmente) son menores en México, las automotrices por ejemplo, y por otro lado la de transnacionales que dan servicios y extraen recursos en condiciones ventajosas, a veces por encima de lo que generan sus propias matrices.

Las empresas mineras son un buen ejemplo de lo segundo. Han hecho un negocio redondo en México. En los últimos 14 años han pagado al gobierno federal una cantidad mínima en relación con sus ganancias. Una investigación de EL UNIVERSAL publicada en septiembre pasado reveló que entre 2001 y 2014 el pago de derechos sobre minería osciló entre 0.4% y 2% del valor total de la producción minera en el país.

La banca es otro caso emblemático. En el primer trimestre de 2015 sus ingresos por intereses cobrados en el país ascendieron a 50 mil 132 mdp. Prácticamente se sientan a cobrar sin generar al país el impulso a la producción de riqueza que deberían.

Podemos culpar a las transnacionales, pero no son ellas el origen del problema, sino el Estado mexicano que no les pone límites. ¿Y por qué no lo hace? Únicamente dos respuestas son posibles: incompetencia o colusión. La experiencia apunta a lo segundo y este periodo de campañas electorales es una buena muestra.

Qué legislador con aspiraciones a una presidencia municipal se va a pelear con una empresa cuyas “aportaciones” le pueden beneficiar en la inminente campaña electoral. Qué gobernador va a imponer controles sobre una compañía cuyas inversiones le permiten salir sonriente en la foto mientras inaugura una nueva planta generadora de unos cuantos nuevos empleos.

Empresas transnacionales abusan de México porque es fácil hacerlo. Basta con que las ganancias superen el costo de comprar políticos corruptos y al parecer no son tan caros.

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