Vivimos tiempos difíciles para la libertad de expresión: 2017 es el año con más homicidios de periodistas en la historia de México. En lo que va de este lapso, trece han sido las muertes de comunicadores, delitos todos que permanecen impunes, a pesar de la existencia de una fiscalía especializada, y de que nuestro país cuenta con mecanismos institucionales de protección para los reporteros.

En un contexto en el que México ha sido señalado como uno de los países más peligrosos para ejercer el periodismo, los gobiernos de los distintos niveles han sido identificados por muchos periodistas y defensores de derechos humanos como la principal fuente de amenazas, actos intimidatorios, acoso, y presumiblemente asesinatos, hacia quienes ejercen el periodismo y activismo críticos o hacen públicas corruptelas políticas.

Debido a presuntas amenazas políticas y del crimen organizado, actualmente existen 600 periodistas y defensores de derechos humanos en todo México acogidos por el mecanismo de protección del gobierno federal. Este dato da una idea del alcance de lo que para el periodista quintanarroense Amir Ibrahim Mohamed Alfie es una estrategia política proveniente de múltiples actores políticos para callar a la prensa.

Para este periodista, por ejemplo, los supuestos narcomensajes dirigidos a él y a otro comunicador que aparecieron el 19 de julio en Cancún son una simulación ideada por grupos políticos para censurar a la prensa incómoda.

La Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra la Libertad de Expresión, creada en 2010 para poner fin a la muerte de periodistas, ha resultado totalmente inútil, al no lograr una sola condena, aprehensión o juicio a agresores a periodistas desde su creación, hace siete años. Una tasa de impunidad de prácticamente 100% que no puede explicarse sino por una preocupante falta de voluntad política para abatir este flagelo social que atenta no sólo contra los propios periodistas, sino contra el derecho a saber de la ciudadanía y contra uno de los fundamentos de toda democracia: la libertad de expresión.

Ante estos datos —y tras conocerse el uso del programa Pegasus, adquirido por instancias federales de seguridad, contra periodistas, políticos y defensores de derechos humanos— la actual administración federal poco puede argumentar en su defensa. El hecho de que muchos trabajos periodísticos hayan llegado hoy más lejos en la investigación y denuncia de casos de corrupción que los responsables de investigarlos evidencia que las procuradurías, por dolo o ineptitud, no están haciendo su labor.

Por ello urge identificar y erradicar los posibles yerros de la Fiscalía especial y del mecanismo de protección. Porque queda claro que el Estado ha fallado en proteger, garantizar y sancionar a los culpables de ataques y acoso a periodistas, ante los que todas las autoridades parecen voltear cómodamente hacia otro lado.

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